los dichos del uniçornio
El loro de Bayona, ese otro poeta de raza
Por
Róger E. Antón Fabián
El Universalismo
Domingo,
27 de agosto de 2006
“Quisiera tener
una casa -de campo
con un jardín
muy grande -no tanto
por las flores,
por los árboles, y por el verdor
(por cierto que
también se hallen: son bellísimos),
sino para tener
animales. Ah, ¡tener animales!”
Constantino P.
Cavafis
Bayona, es un poeta de raza, más que
poeta es un trovador, un piurano además como él, de tierra y carácter cálido, no
poetiza o canta porque sí, ni cuando le viene en gana, sino cuando siente el
apremio perentorio de crear después de haber sido estimulado por un suceso
real. La suerte me ha hecho verlo en las situaciones más sorprendentes, de las
tantas que otorga su siempre vida límite al borde del naufragio; sin embargo
Carlitos Bayona se conoce con medio mundo de las letras peruanas y a pulso ha
logrado hacerse el ‘poeta’ más conocido de estas tierras más que el propio
Vallejo en su mejor momento vivo, gracias a que él ha sabido andar, comer y
vivir estrictamente de su poesía.
Lo he escuchado en microbuses ante
impacientes pasajeros, en plazas, frente a catedráticos y alumnos de las
universidades o institutos, dando una entrevista en una radio de provincia. A
saber, se ha atrevido a retar batirse a un crítico de cierto renombre hasta la muerte -sólo para defender con
sus creaciones-
por una vergonzosa situación que no se amerita detallar; pero no sólo
el poeta las resguarda como tales, hay quien en la cálida y tumultuosa Piura ha
sacado un lustroso revólver y lo ha colocado en la mesa de una cantina para
defender la solidez y calidad de un poema suyo aún cuando no se requería.
Es un poeta
silvestre en el mejor sentido de la palabra, con esa voz de fino clarín de ave
canora, lo he oído en muchas aulas como cuando lo
reconocí desde que lo vi la primera vez, en un instante, con esa estrella de
que están iluminados los escritores de a de veras. O esa otra vez en su casa de
gran acogida para todo hombre de letras cuando los sabores del clarito y el calor piurano se le habían
subido a la cabeza y en mangas de camisa recitó sin parar desde una calurosa
dos de la tarde cientos de poemas hasta el suave ventear de la noche piurana,
borracho y feliz de ser quien es para todos nosotros sus mejores amigos con el
intermitente fondo del loro Anselmo.
Aquí haré una digresión porque de quien persigo
hablar hoy justificadamente no es del buen Bayona, de su temple y amor por las
letras, sus viajes por Latinoamérica y casi todo el Perú desde que cumplió los
catorce años celebrando su poesía en sus diez o quince plaquettes publicadas, sino de ese otro poeta desconocido: quiero
decir que en su casa de Piura, Carlitos aún tenía a Anselmo
ese viejo loro de una simpatía
deslumbrante y brillante colorido: un plumaje verde esmeralda que cuando bailaba
o cantaba se extendía en llamativos colores irisados, con una largísima cola y
un torcido pico al rojo vivo que le daba un aire de tartaja. Bayona lo había criado desde niño, y, en aquel entonces cuando
lo conocí, hace un par de años, estaba al exclusivo cuidado dietético de una
sobrina suya. Era tan viejo como él, con esa aura de marinero de galeón antiguo
anunciaba a los pescadores que habían transpuesto el umbral de la puerta en
busca del clarito, esa bebida de los
dioses moches.
El loro Anselmo decía con ese deje piurano alargando las palabras
“Hay gente, paisaaaanu”, y también señalaba “ya te viiii, ya te viiii, ya te
viiii” con un rigor casi, casi profesional. A mí la primera vez a la sonrisa de
todos me dijo “¡Hola, churre!”. Lanzando “jijunas granputas” cuando se
olvidaban de su comida; alguna vez había amenazado irse a vuelo puro hacia la
montaña a comer lombrices. Era un loro que llegó volando de algún lugar
cercano: Morropón, Catacaos o Sechura pero en realidad era selvático y
políglota: a veces ‘hablaba’ shapra o cantaba en aguaruna. Terco y sensible
incluso alguna vez se había jugado la vida por puro orgullo: no comió durante
toda una semana. Así lo halló cuando el poeta andaba patacala en la Tortuga a
orillas de la playa Yacira adonde va a escribir cuando está en su querida
Piura.
No puedo seguir escribiendo sin antes manifestar
una certeza que también me inquieta y es la inverosimilitud de esta historia la
cual es estrictamente auténtica, pero lo importante como decía Cervantes es que
la misma no salga un ápice de la verdad. Este loro, dependiendo de las visitas,
era capaz de recitar versos completos de Baudelaire y frases de mamá Rosa
[anciana madre del poeta de unos noventa años quien nos contó cientos de
leyendas de sobremesa que concluían con una sentencia] y sobretodo del propio dueño. De esta manera hace
años los vecinos se habían enterado que entre los suyos había un poeta y a la
cadencia de los versos de Anselmo que
acompañaban las caricias y amores de los amantes en las cálidas noches
piuranas, sobresaltábanse de arrobamiento en plena madrugada o amanecer,
siguiendo el deje entre amoroso y afectivo de los versos del buen poeta. Esa
fue una voz que en otros tiempos se regó como pólvora hasta por otros barrios
cuya gente en tropa de expedición venían a degustar el sabor del clarito y escuchar al locuaz loro. Aunque era cuando entonces se sumía en un obstinado mutismo por
semanas.
Sin embargo lo más sorprendente es que Carlitos,
como el doctor Juvenal Urbino también tuvo que enseñarle a ladrar con la
finalidad de espantar a ladrones y cuatreros, llegada la noche el loro (Bayona me
explicaría después que no era loro sino
un papagayo) lo hacía a modo de todo un buen disciplinado pastor alemán que el poeta nunca tuvo. Después supe que murió de puro viejo. Hasta aquí
la historia de Anselmo que se
aprendió de memoria mi nombre y a quien le enseñé, luego del taqueo de
chicha, a atrapar bollitos de maíz al aire. Esa es la imagen que me llevaré por
siempre de esa criatura en esa primera visita a ese hogar piurano. A su lado el
amo le hizo realizar una seña de
reverencia ‘caballeresca’ cuando partí a Lima, a la vez que me decía que era la
mayor obra de arte que había hecho.
Porque Bayona es sobre todo un artista, un
artífice de la vida y sino hubiera sido poeta habría sido un escultor o pintor,
fiel seguidor de Velásquez y Agesandros sin embargo se decidió esculpir y
pintar las palabras; pero estudió escultura y pintura en la Escuela de Bellas
artes de Piura y aún anda preocupado por la denuncia policial y judicial que
recibió por estafa hace años cuando trató de vender una réplica de la Venus de
Milo ‘sin brazos’, y con tal suerte que fue apresado. “Qué usted es escultor
vaya pa’ dentro, por estafa”.
Bayona por el aspecto de su mirada parece, en
ciertas ocasiones, el príncipe de los mendigos, y en otras un misterioso
soberano, sobretodo cuando habla de poesía y de la labor del poeta en este país
de pérdidas literarias, o un amante desahuciado por la vida. Hay hasta cuatro imágenes del Bayona real que siempre llevaré
conmigo: junto a sus innumerables poemas regados en las aulas o el semblante
boquiabierto que adquiere cuando ve a una mujer bellísima. Primera imagen:
Bayona y todas sus amantes al paso, esa consunción incesante en amoríos y
decepciones. Segunda imagen: Bayona a las diez de la noche en la alborotada
Lima rematando para almorzar los libros de lujo editados por una conocida
universidad particular donde figura antologado. Tercera imagen: Bayona haciendo
históricas declaraciones y cantando boleros de antaño ante una grabadora que
nunca funcionó. Cuarta imagen: ‘Bayo’, mi compadre, haciéndole beber clarito a su expresivo Anselmo.
Bayona estuvo a punto de casarse con la hija de
una familia potentada en su cálida Piura; pero decidió irse por el mundo cual
trovador cantando sus poemas de amor exactamente como un verdadero juglar del
la mejor estirpe medieval. Salió de Piura y volvió sin pasar inadvertido. Él es
la demostración patente de que el consecuente oficio literario sobrevive en la
intemperie y desprotección, lejos de la responsabilidad gubernamental y las
leyes, salvo la propia ley de la perseverancia literaria por la cual sólo los
grandes entre los mejores son capaces de coronar. Entonces no existe la
sensacional inspiración, sino el verdadero ejemplo del cual muy pocos mortales
hemos tenido noticia. Aprendamos de él.
Y ahora
también lo busco por este medio para que algún lector acucioso que lo haya
visto por ahí, por alguna aula, por algún rincón del mundo me dé cuenta de este
amigo mío para poder cantar a dúo otra, una y mil veces más, ese hermoso bolero
que nos permitiría recordar los momentos más afectuosos de nuestra amistad tan
afable desde un momento hasta la eternidad: La
malagueña imitando a Los Panchos o
Nuestro juramento de Julio Jaramillo resaltando siempre esa nuestra mutua
ilusión literaria en este país de las letras perdidas.
26 de agosto de 2006
© Róger
E. Antón Fabián