Eleusis
No desciende la noche sólo para los desgarrados,
pues en medio de la vasta alegría oirás el pánico.
Tras el fluir del río una inmóvil música brilla, y hay pánico.
Objetos arrojados en el desván del espíritu
resueñan ceñidas por una luz monótona y muda,
y ya no sabemos donde ocultar esa astucia apática
que flota en los ojos como un aire hurgado.
¿Qué laboriosas sombras fatigan lo real?
No lo sabríamos. El misterio que sin cesar remueve
la estéril tierra, ya se oscurece cuando lo nombramos.
Ajenos a un nacimiento que se nutre de nosotros
descendemos en nuestra propia esencia,
cegados por el súbito oleaje de las formas, compartimos
el terror y la atroz certidumbre en lo vivido.
Los desagarrados, esos que recogen, sin saberlo,
la pavorosa carencia del mundo y, transfigurados,
soportan el misterio y habitan una soledad deforme,
están más cerca del nacimiento. Y si pudiéramos entrar
a la morada en que yacen, su sola inercia nos destruiría.
¿Soportaremos entonces, el vértigo de lo real?
A veces, en un rumor de días quebrados, nos hemos
convencido de arrastrar actos como ásperas llagas
en las que acaso, roído ya el sueño,
el verdadero mundo encontraríamos. Y así indagamos
si el hastío de sabernos ajenos a nosotros mismos,
no sea sino el instante imprevisto en que morada
y exilio ruedan hacia el fondo del que nunca hemos salido.
Pues todo está rodeado por una muerta realidad
todo es pánico, inmóvil, duración
donde nada encontraremos.