Humor y erotismo en El Decamerón de Boccaccio

 

Víctor Montoya

 

 

El Decamerón de Giovanni Boccaccio es, sin lugar a dudas, la primera obra en que la prosa italiana sienta las bases del moderno arte de novelar, no sólo porque logra elevarse a la altura de una verdadera creación estética, sino, además, porque es un manual de urbanidad que enseña a contar buenas historias eróticas, con mesura y elegancia, y a escucharlas con dignidad y entusiasmo, o con esa pasión ácida y encarnizada de quienes gustamos de la prosa erótica, mientras otros sueñan en el retorno al puritanismo y la prohibición.

El Decamerón, al igual que los Versos Satánicos de Salman Rushdie, despertó encendidas controversias entre los lectores de su época y desató las iras del Vaticano, cuyo dogma se encontraba a caballo entre el ocaso de la Edad Media y los albores del Renacimiento. No obstante, El Decamerón, a pesar de haber sido considerado un libro que atentaba contra las buenas costumbres ciudadanas, logró romper los cercos de la censura y circular entre los nobles y aficionados a las lecturas eróticas. Por eso, quizás, su influencia se dejó sentir tardíamente en el contexto de la literatura europea, aunque Boccaccio estuvo inmerso en la redacción de su obra entre 1349 y 1351, a petición de la hija y esposa del rey de Nápoles, quienes, a pesar de ser tenidas por damas honestas y recatadas, gozaban con la lectura de las narraciones licenciosas que brotaban de la magistral pluma de Boccaccio.

Otro aspecto relevante en El Decamerón es el manejo de la “lingua vulgare” (lengua vulgar), que por primera vez marcó un precedente importante en la prosa escrita en romance, pues lo que Dante o Petrarca hicieron en verso, Boccaccio lo hizo en prosa, enfrentándose a los moralistas y “lectores letrados”, quienes le criticaron por haber usado el “latín vulgar” y no el “latín clásico”, culto o literario, en la elaboración de eso que llamaron “La comedia humana”, en contraste con La divina comedia de Dante. Empero, como Boccaccio quería llegar al corazón del pueblo con el lenguaje que hablaba el pueblo, dejó de interesarse por la crítica y siguió escribiendo en latín vulgar, que era una suerte de sociolecto usado por la soldadesca, los comerciantes y la gente de la calle. Todo esto, quizás, porque estaba consciente de que el lenguaje es algo tan vivo como la gente, o como dice Ernesto Sábato: “Esas obras que tratan de seres humanos, vivientes y sufrientes, se hacen con sangre y no con tinta, con las palabras que se mama, se vive, se sufre, se quiere, se enfurece y se muere...”

Como quiera que fuere, El Decamerón constituye una serie de cien narraciones puestas en boca de tres gentiles hombres y siete mujeres de luto, quienes, huyendo de la terrible peste que asoló Florencia en 1348, decidieron refugiarse en una casa de campo, sobre una loma que dominaba un pequeño valle, donde cada uno de ellos, a modo de pasar el tiempo, contaron una historia diaria, sentados en ruedo sobre las hierbas de un prado. De los diez turnos de las diez personas proviene el nombre de esta obra imperecedera que, para cualquier lector o cultor de la literatura erótica, es un punto de referencia que permite apreciar mejor el erotismo como género literario; pues sin El Decamerón sería más difícil comprender El Satiricón de Petronio, Juliette o las prosperidades del vicio del marqués de Sade, Madame Bovary de Flaubert, Ana Karerina de Tolstoi, Historia del ojo de Bataille, Delta de venus de Anaïs Nin, Lolita de Nabokov, Trópico de Cáncer de Henry Miller, El carnicero de Alina Reyes, Las edades de Lulú de Almudena Grandes y Elogio de la madrastra de Vargas Llosa. Y, desde luego, todo esto considerado una trivialidad al lado de los grandes textos asiáticos, que van desde los Kama Sutra, hindú, hasta el Tapiz de la plegaria de carne, chino.

Ahora bien, sin entrar en detalles sobre el tratamiento del lenguaje erótico, que en castellano resulta abrupto por ser un idioma poco apto para encarar este tipo de literatura (al margen de las perífrasis, metáforas y otras figuras de dicción que se usan para expresar los aspectos más ocultos de la naturaleza y la condición humanas), voy a permitirme la libertad de sugerirles la lectura de esa historia de El Decamerón que, según Boccaccio, “a veces hacía sonrojar un poco a las damas y a veces las hacía reír”. La historia relata las aventuras de Alibech (Noche 3a., 10), la muchacha virgen que quiere hacerse anacoreta con el monje Rústico, quien, cansado ya de introducir su diablito en el infierno, se retira a un lejano desierto, donde vive dedicado al ascetismo.

Así pues, estimados lectores, estoy convencido de que la historia de Alibech, si bien no les provocará una explosión erótica, al menos les hará sonreír con ese sutil humor que supo explayar el gran maestro del arte de novelar.

 

 

 

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