Hermes

 

Róger Antón Fabían

 

 

 

En mi niñez tuve un solo buen amigo: Hermes, un puerquito que trajo una mañana un antiguo conocido de mi padre a quien, en previas discusiones comerciales con éste entre sendos vasos de chicha, se le cambió por unas cuantas gallinas y un saco de maíz, y, al caer la tarde se fue en su carcocha motorizada feliz de haber realizado un buen negocio. Hermes, desplegó un carácter alegre y juguetón; pequeñito, terrible con los desconocidos, escurridiza víctima del perro y hasta del gato que siempre quería cogerle de la cola ensortijada, y a quienes la abuela Juana reñía con un palo. Nunca se dejó atrapar, incluso por ella, fiel defensora del bicho. Era graciosísimo verla correteando tras él y decirle “¡Bandido!” “¡Bandido!” con la intención de cogerlo y nada; más de una vez la vimos irse de bruces tras el cochinito que  también volteaba a verla correteando.

 

La verdad es que apenas si consigo acordarme del desarrollo y crecimiento de Hermes a no ser porque el tío Esteban, profesor, contertulio mío y, esposo de Emilia, hermana de papá y persona muy inclinada siempre a reflexionar, solía de cuando en cuando recordar cómo aquel amigo mío llegó a casa y terminaba diciéndome: “mira, Pascualito, este puerco tuyo, ahí donde lo ves es más viejo que tú”. Lo evoco más bien ya crecido y sino fuera por la antigua fotografía que el mismo tío Esteban nos tomó y que sobrevive aún pasados los años (un rechonchito Hermes, ruborizado y asustadísimo, queriendo escabullirse de entre mis manos, yo con un radiante traje de marinero, y tras de nosotros toda la familia), no creería que me acompañó casi, casi desde la cuna.

 

Era un compañero magnífico. Inseparable desde que tenía uso de razón. Al llegar del colegio a mediodía corría impaciente a verlo: ahí estaba siempre echado; y, en cuanto me escuchaba marchaba de inmediato frente a mí, alzaba su hocico como queriendo hacerme reverencia y a un silbido se asentaba sobre sus dos patas traseras, luego quedaba mirándome con sus ojillos vivarachos inclinando la cabeza. A veces le lanzaba semillas que él  emparaba en el aire con su hocico tan bien entrenado; masticaba mientras le hablaba de esto y esto otro en la tediosa escuela y, como si quisiera comprenderme, levantaba una de sus orejas y luego la otra, si hasta sonreía conmigo. Nos entendíamos muy bien. ¡Cuán  entusiasta era la complicidad entre ambos!

 

Iba a veces al río, pescaba mientras él se entretenía con los pastos o aguardaba ansioso nuestra primera faena. Tan dulce era el buen Hermes.

 

Me esperaba con igual intencionalidad; y a veces yo, tan enfatuado en algún juego infantil, lo sometía a hacer de caballo montándome encima suyo, jugando a la recreación de lances y reveses de algún héroe de aventuras, disparando desde su lomo, enfrentándome a bandidos y salteadores, realizando veloces e inesperadas retiradas. Mi madre me decía: “¡Caramba! ¡Deja en paz a ese pobre animal…! ¡No ves que se va a cansar y algún día en un arranque de furia te va ha morder las manos….!”; pero yo sabía que no iba a hacerme nada: le jalaba las orejas, le abría y exploraba el hocico con los dedos, tapaba sus hermosos ojos pardos, con las uñas peinaba su ríspido pelo. Él todo lo toleraba de mí. ¡Las penurias que le hacía sufrir al pobre infeliz!

 

Yo quería mucho a mi tío Esteban pero no tanto como a Hermes, pues éste era mi mejor amigo: un verdadero camarada. La verdad es que a mí nadie en la vastísima familia -embargados siempre en sus amplios y hacendosos menesteres- me hacía la menor atención; pero mi tío Esteban, además de ayudarme a hacer las lecciones, me tomaba algún esmero. A la distancia pienso que si mi tío se interesaba en los temas de mi conversación era no porque me tuviera especial afecto sino porque naturalmente ese era su temperamento: era un tipo afable y bondadoso.

 

Fue en un día de fiesta: San Valentino. En mi ciudad natal, Virahuanca, se celebraba ya el día de la amistad y el amor: todo enamorado, novio o pretendiente llevaba desde entonces tarjetas, flores y ofrecimientos a sus prometidas. Hay quienes aguardan esa fecha para expresar el cariño en espera con ansia del primer beso; aunque la verdad es que pocos se acuerdan de aquella: la verdadera amistad. A nosotros que éramos pequeños aún no se nos permitía sino celebrar con una excursión a una estancia, que por lo demás Hermes y yo conocíamos muy bien. Embarcados en el paseo recorrimos con los compañeros de la escuela entre el bosque y el río, por donde hacía algún tiempo solíamos deambular con Hermes quien iba hozando la tierra, recogiendo raíces y frutos con su jeta cilíndrica.

 

Ese día de la conmemoración del santo Valentino, ese día, desde hace muchos años, para mí siempre permanecerá en la memoria hasta los últimos momentos de mi vida. Sucedió algo que no se me olvidará.

 

Hermes, ahora que lo pienso, el único miembro de mi familia que fue mi amigo de verdad, con el tiempo se había puesto gordísimo y si apenas podía moverse, jadeaba y emitía unos gruñidos ensordecedores, daba pena verlo tirado en su lecho, desterrado en un rincón, ahí medio atontado cuando le tirábamos con mis primos migajas de pan para fastidiarlo; paciente, apenas si levantaba la tremenda testa, no estaba ni despierto ni adormilado más bien jadeante. No sé por suerte de qué mi padre lo seguía criando. Cuando lechoncito me contó el tío Esteban que él lo cargaba y al soltarlo yo lo correteaba por entre las sillas de la extensa sala, y mi padre me advertía de un buen grito y mandaba “a jugar a otra parte”; y yo, con gran pesadumbre, tenía que abandonar la pieza y procurarme como pudiera cualquier melancólico pasatiempo en la sola compañía de mi infalible Hermes.

 

Recuerdo que fue a la llegada de la excursión a eso de casi las seis de la tarde, al transponer la puerta, mi decisión, mi aplomo, me abandonaron de pronto; que me sentí un poco azorado al escuchar la noticia de boca de mi comprensivo tío Esteban: el hombre que hace algún tiempo lo había traído de lechoncito había visitado la casa con uno de sus operarios, y munidos de cuchillas, una bolsa llena de sal, ceniza y alcohol hicieron una masa balsámica para “caparlo”. Era la primera vez que escuchaba esa palabra; pero por premonición pensé que algo malo le había pasado al buen Hermes... casi temblando, apenas si atendí, corrí en dirección al corral y en el trayecto recordé que antes de irme al paseo Hermes gritaba, mugía, bramaba casi enfurruñado, desesperado, como queriendo decirme, mostrarme o señalarme algo. Yo le había prometido que esa misma tarde iríamos al campo y debió parecerme tan triste mi abandono, que no tuve más remedio que volver sobre mis pasos a juguetear con él y canturrearle. Hermes retornó a echarme una mirada agradecida; pero ahora, yacía entre la lluvia sin poder haber resistido a la operación a la que le había sometido el amigo de mi padre.

 

Han pasado los años y ahora que lo recuerdo me doy cuenta de que para mí fue una desgracia descomunal, llena de impotencia: una calamidad que tal vez para otros resulta menos espantosa, simple y natural; ese animal desamparado, había sido un puerco muy hermoso y bondadoso conmigo: un ser magnífico. Recuerdo aquella vez en que jugueteando lo empujé y cayó por entre las yerbas y espinas a las aguas del río embravecidas mientras gruñía de desesperación. Tuve que correr, nadar, bucear; traté de reanimarlo casi por horas: una ofensa tremenda que él supo perdonar y que se llevó a la tumba sin siquiera reprochármelo.

 

Muerto tenía una mirada escrutadora y fría, como dicen que es la de los ángeles... ¡Pobre Hermes mío, pobre viejo compañero! Fue, sin duda, mi mejor amigo, el único que me daba íntegra confianza, el único ser en el mundo con quien yo no me sentía solo y me encontraba a mis anchas. ¡Nunca he llegado a tener otro amigo tan leal! Después supe que ese señor que lo trajo también se lo llevó. Habría de reconocer que me había quedado definitivamente desamparado, en esa soledad última y sin remedio que uno no sabe sino ya tarde y para siempre.

 

Tuve días tristes, caminaba rumbo al colegio con el talante ya diferente. A veces me detenía a descansar al borde del camino y pensaba en mi viejo amigo. Nada volvería a ser como antes. Una línea divisoria había trazado mi vida en dos. Y de estar tan triste y desolado ahora que la desgracia había acampado en mis días -sin embargo para mis familiares nada había ocurrido-, nadie me dijo una sola palabra de consuelo. ¿Acaso sería posible que a pesar de haber muerto la mitad de mi niñez no se hubieran llegado a dar cuenta? o ¿era una vuelta de tuerca por todo mi actuar casi de insolencia ante la vida  o ese desdén ante el porvenir?

Ahora, recordando este hecho cardinal de mi remota infancia, evoco a aquel puerco mío, a aquel Hermes tan querido que tan pronto se esfumó de mis días porque la vida de los puercos es más insulsa, pobre, corta y mísera que la nuestra, y que dejó este triste y miserable mundo sin siquiera el fraternal abrazo que yo hubiera querido darle en su último y doloroso adiós.

 

Ha pasado casi sin darme cuenta el tiempo, que nunca da tregua y así casi sin percatarme se han esfumado mis años. Se desliza tan pronto nuestra vida un tanto menos breve, pero así y todo siempre tan fugaz para dejarle a uno la incómoda sensación de haber permitido ingratamente que se desvanezca el pasado.