NARRATIVA

 

 

Los Hoyos Negros

Azágar

 

Hubiera ido al café Andrea a beber cualquier cosa -y hasta lo pensé- era un asunto resuelto: una taza de café y unos huevos fritos estarían bien. Entré por Emancipación. Un auto negro estuvo a punto de arrollarme, no quise mirar. Un hombre de sombrero rojo, en la boca de uno de los pasajes, me muestra un catálogo, sólo diez dólares, repite casi con enfado. Tres mujeres fantasmagóricas salen de las sombras, me sonríen. No sé cómo me veo caminando por la Avenida Arequipa, debí de haber estado en Wilson. No recuerdo, es increíble mi extravío; parezco un barco a la deriva, alguien me ha metido en esta galería, el silencio es absoluto, la gente se desplaza cronometrada por cada uno de los pasillos, se detienen ante los cuadros sin tomarse más tiempo del necesario para aprobarlos, para decir que quizá tienen solidez, profundidad, que los colores están perfectos. Todo se ve tan pulcro y brillante como un reloj suizo, lo único caótico son las pinturas. Mirar un Van Gogh, me trae a Doris, otra vez la veo en la plaza San Martín abrazada por Alberto “el gallina”. El cielo de la tarde, de aquel momento, tiene un color caótico para mí; ciento de bocas gritan qué dolor, qué canallada. Plantas, autobuses, personas, aves, perros absorbidos igual que la muchacha con la que creí ser feliz. Un hoyo negro se traga ese mundo eterno, al que sólo Doris y yo teníamos acceso; fácilmente mueren nuestras aves, canciones y todo a cuanto juntos diéramos nombre. Todo lo tragó la gran boca del olvido.

De qué sirvió su mirada, sólo para enterarme que el mundo no podía ser este cielo amarillo que acababa de ser bombardeado por miles de puntos de colores; que teníamos libertad para todo, escupir, tirarnos de los pelos, sacar el huevo de la lónchela y ambos comerlos con un pedazo de cielo rancio porque esta realidad había sido abolida. Había que cogernos de nosotros mismos para no ser arrastrados porque estaban vaciando la casa; mientras tanto, debíamos acomodarnos al nuevo cielo que estaba improvisando estrellas con huevos fritos, Marte era ahora un membrillo. No tenía porque abrir la boca y gritar por ver a un pez volando, no tenía por qué, este instante era diferente al otro; que no intentara plantear una ley para algo efímero.

Sólo tenía que renunciar a Doris, porque en realidad, ya la había perdido, desde que la empecé a amar. No lo hice. Cargué con nuestro mundo quince años. Fue un peregrinaje sincero, en la que ella fue mi damisela y motivo de todas mis causas. Cómo podía renunciar al mundo y al amor que ella me había dado. Cómo podía librar a mi corazón de ese peso sin estar listo para caminar con uno tan liviano. Mantuve la esperanza de ver mi mundo restituido, que Doris y yo, por una suerte de capricho, volviéramos a  estar juntos; vana ilusión, no quería admitirlo: hace mucho tiempo que Doris se había ido, que había sobrevivido a muchos cuadros caóticos de Van Gogh, ahora su vida era diferente y, lo mejor, no era la misma. Mientras tanto, me quedé de pie frente al espejo, repitiendo mil novecientos ochenta y ocho. Ahora, que he despertado, siento que me faltan esos quince años y el peso de Doris en mi corazón.

No sé que es lo caótico en el cuadro de Van Gogh, que Doris me haya dicho que no me quería o que yo insistiera en revivirla en cada muchacha de dieciocho. Quizás no he renunciado del todo a Doris y aún me cojo a ella por un lado. 

Detrás del cuadro, cuando Doris tuvo catorce años y sus primeros besos mi nombre, ella era mi total descubrimiento, no he vuelto a encontrar otra chica con esos mismos ojos de conejo. Supongo que fuimos felices. Ella me cantaba con esos rojos tiernos y reíamos haciendo palomas con nuestras manos. Queda claro, que ella no me perdió, yo la perdí...

No supe que cuando una mujer llora, se la toma en los brazos y se la revive con un beso. ¡Tanta inexperiencia! ¡ Cuánto amaron mis manos a esa pequeña flor! La última vez que la vi, esperó que la detuviera, hubiera bastado estirar mi mano para atar la suya. Tuve días difíciles después de eso. Trepado de la noche, he bebido mucho vino especulando qué hubiera sido de mi vida, si la hubiera detenido, pero no era cosa sencilla tener que luchar con sus palabras que permanecían flotando en mi cabeza: “nunca te he querido”; no las calló el licor y, encima, Doris asomándose en la plaza con otro hombre. Es cierto, estuve a punto de perderme en el vicio del alcohol, pero fue necesario quemar mis heridas y acaso el recuerdo.

Creo que no he llegado a superarlo, y que en todas las plazas vuelvo a ver a Doris y Alberto “el gallina” yendo felices, susurrándose y vuelven a mirarme, ella para decirme que nada es eterno, él para aterrarse con mi presencia, temiendo ser derribado de un puñete mío. Y claro, no lo vuelvo a tocar, como no lo hice antes; cómo me iba a envalentar por una mujer que acaba de decirme que no me quería. Sé que hubo quienes  interpretaron mi actitud – y entre ellos Doris - como falta de interés.

¿Qué esperaba?, que corriera por las partículas de nuestro mundo dinamitado, que me plantará delante de Alberto “el gallina” y la quitara de sus brazos, que pusiera el dedo sobre esas bocas que gritaban, que dijera que la amaba, que era la chica de mi vida. El remolino no se habría apoderado de los árboles ni del sol, ni hubieran estrellado los huevos contra el cielo. ¿Cómo habría podido evitar los hoyos negros?

Es tarde en Lima, bolas de fuego caen sobre el horizonte, luchan el naranja y el azul. Ciertas nubes tienen el color y la textura de galletas porosas. Un viejo de abundante barba verde cruza tras los cristales, me clava su mirada violeta, me digo sino es hora de guardar las manos en el abrigo e ir por un café, empieza hacer un frío atroz, anochece...

 

 

Trujillo, Otoño del 2006