Balance y ¿liquidación? del indigenismo

Javier Garvich

 

 

¿Ha muerto el indigenismo en el Perú? ¿Qué significado tiene hablar de indigenismo en pleno siglo XXI? ¿Hemos ya de considerar caducas las literaturas de Arguedas o Alegría cincuenta años después de haber sido escritas? ¿Es correcto seguir utilizando este término para referirse a las literaturas del interior del país? ¿Se puede llamar indigenistas a quienes hoy escriben sobre el campo y la provincia?

Las preguntas no son baladíes. La enorme producción literaria en provincias hace que muchos hablen de una literatura neo-indigenista, a veces con sorna, pues consideran ese estilo anticuado y agotado. Por eso queremos abordar, someramente, una ruta histórica del pensamiento indigenista y lo que puede significar para nosotros hoy en día.

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La república peruana excluyó al indio desde su propio nacimiento, continuando la política virreynal de represión contra los movimientos y élites andinas ejecutada desde la derrota de Túpac Amaru. La clase dominante, de profunda raigambre criolla, gobernó el Perú más o menos como si fuera su hacienda familiar y trató al campesinado nativo poco más que como ganado (Durante más de treinta años le cobró un oprobioso tributo colonial, les excluyó de cualquier actividad política, los usaba como barata carne de cañón en guerras civiles e internacionales, etc.). Increíblemente, el país oficial vivía a espaldas de más de las tres cuartas partes de su población.

El desastre de la Guerra del Pacífico cuestionó esa república de blancos y ya empezaron a escucharse voces que reclamaban personería, derechos y dignidad para los indios. Manuel González Prada fue quien lo dijo más claro: “No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y extranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico y los Andes; la nación está formada por las muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la cordillera”.  A su voz hay que agregar la obra literaria de Clorinda Matto de Turner, la loable praxis de Pedro Zulen y señora, así como las iniciativas casi quijotescas del anarquista Adolfo Vienrich en Tarma. Desde diversos campos de las letras –sea el modernismo de José Santos Chocano, sea la vena exotista que explotó Ventura García Calderón, sea el carácter racista y pituco de López Albújar– creció una corriente que admitía la presencia del indio dentro del concierto nacional. El indio ya no era invisible.

Pero estos primeros pasos del pensamiento indigenista eran esbozados por declarados miembros del mundo criollo. Pequeño burgueses e incluso algún que otro aristócrata quienes, cual abogados que defienden a un reo ausente, hablaban en nombre del campesinado nativo. Este era un indigenismo más filantrópico que crítico, más bienintencionado que político. Tenía aún la profunda huella de la Ilustración europea y, básicamente, planteaban resolver el problema del indio con una curiosa mezcla de educación pública y caridad cristiana. Representaban, pues, la mala conciencia de la llamada República Aristocrática (1898-1920).

Conviene, sin embargo, señalar que ese indigenismo naif aún no ha muerto en el Perú. Con nuevos ropajes, desde el marxismo hace treinta años hasta el ecologismo contemporáneo, perdura esa actitud de vergüenza y remordimiento existencial de algunos sectores de la clase dominante que se traduce en abanderar pasiva (y a veces hasta negligentemente) causas de sujetos sociales a quienes desconocen e incluso evitan. Como decía el Dante, de buenas intenciones está empedrado el infierno; y no hace falta recordar la cantidad de desdichas que significó hablar en nombre de otros, actuar en nombre de otros, pensar en nombre de otros.

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La segunda década del siglo XX en el Perú fue un momento casi mágico en la historia nacional pues se coludieron diversos procesos sociales y políticos que se tradujeron en una explosión de propuestas sobre el país, en el surgimiento de nuevas perspectivas en el pensamiento y en el arte así como en un florecimiento cultural que, en mi opinión, aún no ha sido emulado.

En primer lugar el Perú fue testigo inevitable de un nuevo escenario mundial. El fin de la I Guerra Mundial trajo el derrumbe del viejo edificio de valores que encarnaban las sociedades aristocráticas de la Belle Epoque. Las Revoluciones Rusa y Mexicana irrumpieron en el mundo ofreciendo nuevas propuestas sociales, y su influjo y fascinación fueron innegables para miles de intelectuales y artistas. El proceso de mundialización se había acelerado merced a la mejora de las comunicaciones, a la expansión de la economía capitalista y a nuevos cambios tecnológicos que alteraron la vida cotidiana (sobretodo en el campo del ocio y la cultura, como el cine o la reproducción técnica del audio) así como al estallido de las vanguardias artísticas que sacudieron primero Europa y después buena parte del globo.

A este escenario del exterior se unieron cambios importantes dentro del Perú. Aumentó la penetración del capital extranjero, creció la pequeña industria nacional, se expandieron nuevos sectores sociales como las clases medias y la burguesía nacional en desmedro de la vieja aristocracia. Empezó a cobrar presencia el proletariado limeño. El régimen de Augusto B. Leguía encarnó esos nuevos vientos proponiendo una serie de reformas que no estaban en el guión de la actividad política tradicional del Perú. Fue un régimen que, por primera vez y aunque fuera solo de palabra, convocó al indio como parte integrante del país. El régimen leguiísta patrocinó diversas asociaciones pro-indígenas, casi todas de carácter testimonial, paternalista y filantrópico, toleró un discurso y hasta una moda “indígena” en el mundo cultural. Pero fue este mismo régimen quien impuso la Conscripción vial como otro mecanismo de explotación de la mano de obra indígena en el Perú y se mantuvo como fiel aliado del gamonalismo al tolerar los abusos de éste y al reprimir sistemáticamente los crecientes levantamientos indígenas de esa década. En todo caso, durante la década leguiísta se desarrolló con mayor vigor el movimiento indigenista en todos los campos de la cultura.

Es así como en esa época coexisten diversas iniciativas de vanguardia artística (no solo en Lima, también en Cuzco y Puno) una primera difusión de ideas renovadoras que tomará cuerpo en el pensamiento de Mariátegui y en primer ideario de Haya de la Torre, una reformulación de diversas disciplinas académicas y el nacimiento de las ciencias sociales en el Perú. Junto con esta efervescencia –o más bien, tomando parte integrante y transversal de la misma– tenemos al indigenismo.

¿Qué era el indigenismo? Básicamente, un discurso que no solamente defendía al campesinado nativo sino además lo proponía como la base de un nuevo Perú, de un nuevo proyecto social. El indigenismo nunca fue un credo unívoco, siempre tuvo diversas corrientes y opiniones diversas. A veces se confundió con un discurso milenarista que idealizaba el pasado inca y pedía un retorno a él, a veces defendía su propia versión del apartheid (indios y mistis, separados pero con los mismos derechos), a veces cogía una retórica antioccidentalista, en otras se apropiaba de las nuevas corrientes foráneas, a veces se reducía a mera defensa de valores culturales andinos, a veces se transformaba casi en un partido político. Pese a los telúricos deseos de Valcárcel, el indigenismo no se convirtió en una fuerza social unificada de campesinos que marcharan sobre Lima sino estuvo siempre reducida a un carácter intelectual y cultural. De la acción política se encargaron más bien Mariátegui y el APRA.

Decir que el indigenismo fue una corriente netamente intelectual y cultural no es un baldón ni mucho menos. El indigenismo asumió un auténtico papel de vanguardia en las letras al proponer otros sujetos, escenarios y acentos en nuestra literatura, el indigenismo marcó a toda una generación de intelectuales, políticos y artistas del Perú. El indigenismo fue un gran catalizador de la actividad intelectual en provincias y fue piedra angular del singular florecimiento cultural que tuvo lugar en muchas ciudades del interior del país. Fue el indigenismo quien impulsó una serie de nuevas disciplinas como la arqueología, la etnohistoria y la sociología. El indigenismo marcó un antes y un después en la historia de las ideas en nuestro país.

El indigenismo fue, antes que nada, una actitud cultural. Reconocer la extraordinaria importancia del mundo y la historia andinas dentro de cualquier propuesta cultural. Citando a Mariátegui, diríamos que el indigenismo no era un mero fenómeno estético sino “una corriente nacionalista y revolucionaria al mismo tiempo”. Una afirmación del Perú, y por el Perú se entendía el Ande, su gente, sus tradiciones, su historia y su cultura. Allí estaba el punto de partida de todo. En literatura, por ejemplo, esta toma de posición significó que las obras tomaran como referencia el mundo indígena, que exploraran su lenguaje, que tanto el escenario como los personajes, o la trama misma, se nutriera de la enorme vastedad de la cordillera. Todo esto, por lo general, envuelto en un verbo airado, vindicativo y con el dedo índice acusando siempre a Lima.

El indigenismo como corriente cultural tuvo su época dorada en los años veinte. La huella literaria del indigenismo en aquellos años no está tanto en escritores puntuales como sí en la acción continua de colectivos de escritores, artistas e intelectuales, sobretodo en provincias. Los años veinte atestiguan un boom de revistas culturales en todo el Perú (Atusparia en Huaraz, Waraka en Arequipa, Boletín Titikaka en Puno, las revistas Kosko y Kuntur  en Cuzco, La Sierra en Lima) y la aparición de manifiestos “andinistas” de forma periódica. Y no creo que sea necesario nombrar la gigantesca pléyade de poetas, escritores, ensayistas, artistas, intelectuales o científicos (De Valcárcel a Churata, de Julio C. Tello a Julia Codesido) que maduraron sus grandes obras en ese período.

En la década siguiente, con la crisis económica y la caída de Leguía, el indigenismo enfrentó en situación de franca inferioridad la embestida cultural de las clases dominantes quienes enarbolaron el hispanismo como respuesta. Las voces más importantes del indigenismo –y sus mejores integrantes– sufrieron invariablemente el exilio y la cárcel. El campesinado nativo, al quedarse sin sus supuestos voceros, terminó trabajando en alternativas políticas de otro tipo, encabezadas primero por el APRA y luego por el grueso de la izquierda marxista. Esto explica que, a diferencia de Ecuador y Bolivia, aquí el movimiento indigenista sea minoritario, no haya tenido pegada más allá de determinados espacios regionales y recién esté despegando (pienso en la movilización de las comunidades contra las empresas mineras). Quizá recién, ochenta años después, se esté cumpliendo el sueño de Mariátegui en el cual los indios hablen por sí mismos.

Para cuando el clima cultural peruano se hizo menos enrarecido y se pudo volver a crear con libertad, nuevos cambios se dieron en el Perú. El indigenismo nunca volvería a tener la importancia y el vigor de la década de los veinte. Pero distaba mucho de haber muerto aún.

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Curiosamente, cuando el indigenismo había perdido el predicamento de antaño, se consolidaron las obras de José María Arguedas y de Ciro Alegría. ¿Se puede considerar a ambos escritores indigenistas? Quizá no formaron parte de la vigorosa y anónima generación de los veinte, pero su actitud cultural y elección literaria los entronca en esa vertiente.

Arguedas se dedicó en cuerpo y alma a escribir, recrear e investigar la temática campesino-nativa del cual él había sido testigo de primera fila. Ciro Alegría, desde su exilio chileno, eligió también escribir sobre el interior del país, sus problemas y sus gentes. Otros escritores menores escribieron también sobre su terruño natal. La crítica oficial suele llamar este período “regionalismo” o “narrativa de la tierra” y la enmarca como un residuo del tipo de realismo que se ejerció en Latinoamérica durante la primera mitad del siglo XX.  En el caso de Arguedas, muchos prefieren llamarlo neo-indigenista porque consideran su literatura más compleja y elaborada que el discurso encendido de los años veinte. En todo caso, se quiere decir que, después de la II Guerra Mundial, el indigenismo se convirtió en un lenguaje del pasado y quienes escribían temas de corte rural o provinciano, eran epígonos de una literatura superada por los grandes cambios a nivel nacional e internacional. Con este discurso, empieza a negarse la producción literaria del interior en beneficio de las nuevas generaciones de escritores criollos que persiguen temas y estilos pretendidamente más cosmopolitas. Por otro lado, quienes sentían necesidad de escribir sobre los grandes problemas de su país se decantaron por la llamada literatura social o comprometida, cuyas mediaciones políticas privilegiaban determinados conceptos (la clase, el Partido, la revolución) en la elaboración de la ficción y las imágenes.

Durante la década de los sesenta, la generación del Boom consolida una literatura que, por lo general, rompe con el estilo narrativo ya sea del indigenismo o del regionalismo. Asimismo, las temáticas y los personajes son fundamentalmente urbanos y claramente occidentales. A veces esa literatura se presta de algún bagaje cultural del interior, como en el caso del realismo mágico o de la narrativa social. Pero, por lo general, la literatura huye del campo y los campesinos. La intensidad de ciertos temas que uno rastrea en la narrativa de Arguedas o en la poesía de Churata ya no vuelven a verse.

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Paralelamente a esta “occidentalización” de nuestra literatura, en el Perú se da un enorme proceso demográfico, social y cultural: La masiva migración del campo a la ciudad de cientos de miles de campesinos del interior del país, migración que desborda Lima y plantea nuevos sujetos y escenarios sociales. Durante más de veinte años, esa sostenida corriente humana ha transformado las ciudades del la costa y, en particular, Lima. Los nuevos habitantes, poco a poco, han creado sus propios espacios, su propio mercado y también su propia estética.

Por otro lado, merced a la Reforma Agraria, la realidad rural ha cambiado radicalmente, haciendo caduca la cuestión del gamonalismo y planteando nuevos sujetos y problemas. La sierra se urbaniza y la amazonía empieza a cobrar más presencia en el Perú. La crisis económica que se inicia en 1975, el ascenso del narcotráfico y, finalmente, el inicio de la violencia política que durará casi quince años, terminan por transformar radicalmente a la sociedad peruana.

Pero, paradójicamente, estos cambios han traído un lento pero sostenido proceso de activa creación cultural en provincias y en los conos populares de la capital. La literatura vuelve a escribir sobre nuestro país, otra vez más. El impacto de las nuevas tecnologías y las consecuencias culturales de la globalización han coadyuvado a este nuevo florecimiento cultural que significa casi doscientos títulos anuales, casi medio centenar de revistas literarias, una veintena de nuevas editoriales de provincias y una cantidad creciente y apabullante de congresos, coloquios y encuentros de escritores en diversas partes del interior del país. Como hace ochenta años, hoy se crea y se produce simultáneamente en varias ciudades del Perú.

Pero ¿es esa literatura contemporánea que habla del país profundo una literatura indigenista? En rigor no, porque la realidad peruana se ha vuelto más compleja y los Andes que conocieron los indigenistas de 1920 no existen ya. Por otro lado, la variadísima temática de la actual narrativa de provincias (la sierra urbanizada, los nuevos sujetos en el campo post-reforma agraria, el proceso de la migración, la violencia política, el ocio y el erotismo en provincias, etc.) excede un concepto que aludía siempre a la figura del indio, cada vez más ficcional y recreada que real.

Algunos (sobretodo críticos e investigadores extranjeros) han hablado de literatura neo-indigenista, haciendo demasiado hincapié en las temáticas andino-rurales y en el cultivo de referentes como la pervivencia de valores inmemoriales o lo mágico-telúrico. Pero con eso corremos el riesgo de omitir a la mayor parte de escritores del interior, o no sabemos qué decir cuando un escritor en una obra recrea una leyenda andina y en la siguiente cuenta una historia erótica en una urbe serrana moderna.

El término que está más en boga es el de “literatura andina”. El problema está en saber si ese término puede abarcar también a la literatura amazónica –de temática muy similar aunque de distinto escenario– o a la creación cultural en las provincias de la costa, de fuerte acervo migrante-andino pero enfrentado a situaciones netamente urbanas y virtualmente cosmopolitas. De hecho, muchos escritores se quejan que esto de indigenismo y andinismo solo sean etiquetas que no llevan a ninguna parte. Y es que la formidable diversidad de nuestro país parece decirnos que abandonemos las categorías de hace treinta o cuarenta años y busquemos algo nuevo para definir lo nuevo.

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Entonces ¿Ha muerto el indigenismo de una vez? ¿Es un término caduco para una propuesta cultural igualmente caduca?

Si entendemos indigenismo como la producción y el programa cultural que reivindicó la imagen y la grandeza del campesinado nativo explotado por una sociedad semifeudal y que proponía a ese sujeto como el nuevo vector de un país alternativo idealizándolo hasta lo imposible; pues sí, diríamos que el indigenismo ni existe ni nos sirve. El país es otro, los sujetos son otros, los problemas son otros.

Pero si entendemos indigenismo como lo que dijimos capítulos antes, esto es, como actitud cultural las cosas son distintas. Es un hecho que la mayoría de escritores del Perú parten ahora de la introspección de su país y de su localidad como inspiración y discurso literario. De hecho aún se conserva la técnica realista como principal estilo narrativo aunque ha abandonado el folklorismo lingüístico y el tono antropológico a la hora de describir sujetos y comunidades. Algunos todavía persiguen el acento telúrico e irredentista (la belleza del campo virgen, la fuerza real de las mitologías andinas, la pureza de la comunidad campesina), otros abordan sin complejos temáticas más actuales (el turismo, la represión militar, el choque cultural). Pero los une lo mismo: Reconocer en el Perú profundo el numen de la praxis literaria, interpretar nuestro país para interpretarnos nosotros mismos, buscar en nuestra tierra las notas básicas para elaborar nuestro acento y quizá hasta nuestra voz.

¿Indigenismo? ¿Neo-indigenismo? ¿Andinismo? Lo que hay ahora en la literatura contemporánea es sencillamente literatura peruana. Después de mucho tiempo (¿o, quizá por primera vez?) se escribe desde nuestro país para nuestro país. Y eso es bueno, porque es el paso necesario para que toda literatura madure, hablar sinceramente de nosotros mismos y nuestros problemas. El carácter indigenista, en tanto actitud, puede repetir la hermosa sentencia de León Tólstoi: “Ama a tu aldea y serás universal”.

 

 

 

 

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