Balance
y ¿liquidación? del indigenismo
Las preguntas
no son baladíes. La enorme producción literaria en provincias hace que muchos
hablen de una literatura neo-indigenista, a veces con sorna, pues consideran
ese estilo anticuado y agotado. Por eso queremos abordar, someramente, una ruta
histórica del pensamiento indigenista y lo que puede significar para nosotros
hoy en día.
El desastre de
la Guerra del Pacífico cuestionó esa república de blancos y ya empezaron a
escucharse voces que reclamaban personería, derechos y dignidad para los
indios. Manuel González Prada fue quien lo dijo más
claro: “No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y extranjeros
que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico y los Andes; la nación
está formada por las muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de
la cordillera”. A su voz hay que agregar
la obra literaria de Clorinda Matto de Turner, la loable praxis de Pedro Zulen
y señora, así como las iniciativas casi quijotescas del anarquista Adolfo Vienrich en Tarma. Desde diversos campos de las letras –sea
el modernismo de José Santos Chocano, sea la vena
exotista que explotó Ventura García Calderón, sea el carácter racista y pituco
de López Albújar– creció una corriente que admitía la
presencia del indio dentro del concierto nacional. El indio ya no era invisible.
Pero estos
primeros pasos del pensamiento indigenista eran esbozados por declarados
miembros del mundo criollo. Pequeño burgueses e incluso algún que otro
aristócrata quienes, cual abogados que defienden a un reo ausente, hablaban en
nombre del campesinado nativo. Este era un indigenismo más filantrópico que
crítico, más bienintencionado que político. Tenía aún la profunda huella de la
Ilustración europea y, básicamente, planteaban resolver el problema del indio
con una curiosa mezcla de educación pública y caridad cristiana. Representaban,
pues, la mala conciencia de la llamada República Aristocrática (1898-1920).
Conviene, sin
embargo, señalar que ese indigenismo naif aún
no ha muerto en el Perú. Con nuevos ropajes, desde el marxismo hace treinta
años hasta el ecologismo contemporáneo, perdura esa actitud de vergüenza y
remordimiento existencial de algunos sectores de la clase dominante que se
traduce en abanderar pasiva (y a veces hasta negligentemente) causas de sujetos
sociales a quienes desconocen e incluso evitan. Como decía el Dante, de buenas
intenciones está empedrado el infierno; y no hace falta recordar la cantidad de
desdichas que significó hablar en nombre de otros, actuar en nombre de otros,
pensar en nombre de otros.
En primer
lugar el Perú fue testigo inevitable de un nuevo escenario mundial. El fin de
la I Guerra Mundial trajo el derrumbe del viejo edificio de valores que
encarnaban las sociedades aristocráticas de la Belle
Epoque. Las Revoluciones Rusa y Mexicana irrumpieron en el mundo ofreciendo nuevas
propuestas sociales, y su influjo y fascinación fueron innegables para miles de
intelectuales y artistas. El proceso de mundialización
se había acelerado merced a la mejora de las comunicaciones, a la expansión de
la economía capitalista y a nuevos cambios tecnológicos que alteraron la vida
cotidiana (sobretodo en el campo del ocio y la cultura, como el cine o la
reproducción técnica del audio) así como al estallido de las vanguardias
artísticas que sacudieron primero Europa y después buena parte del globo.
A este
escenario del exterior se unieron cambios importantes dentro del Perú. Aumentó
la penetración del capital extranjero, creció la pequeña industria nacional, se
expandieron nuevos sectores sociales como las clases medias y la burguesía
nacional en desmedro de la vieja aristocracia. Empezó a cobrar presencia el
proletariado limeño. El régimen de Augusto B. Leguía
encarnó esos nuevos vientos proponiendo una serie de reformas que no estaban en
el guión de la actividad política tradicional del Perú. Fue un régimen que, por
primera vez y aunque fuera solo de palabra, convocó al indio como parte
integrante del país. El régimen leguiísta patrocinó
diversas asociaciones pro-indígenas, casi todas de carácter testimonial,
paternalista y filantrópico, toleró un discurso y hasta una moda “indígena” en
el mundo cultural. Pero fue este mismo régimen quien impuso la Conscripción
vial como otro mecanismo de explotación de la mano de obra indígena en el Perú
y se mantuvo como fiel aliado del gamonalismo al tolerar los abusos de éste y
al reprimir sistemáticamente los crecientes levantamientos indígenas de esa
década. En todo caso, durante la década leguiísta se
desarrolló con mayor vigor el movimiento indigenista en todos los campos de la
cultura.
Es así como en
esa época coexisten diversas iniciativas de vanguardia artística (no solo en
Lima, también en Cuzco y Puno) una primera difusión de ideas renovadoras que
tomará cuerpo en el pensamiento de Mariátegui y en
primer ideario de Haya de la Torre, una reformulación de diversas disciplinas
académicas y el nacimiento de las ciencias sociales en el Perú. Junto con esta
efervescencia –o más bien, tomando parte integrante y transversal de la misma–
tenemos al indigenismo.
¿Qué era el
indigenismo? Básicamente, un discurso que no solamente defendía al campesinado
nativo sino además lo proponía como la base de un nuevo Perú, de un nuevo
proyecto social. El indigenismo nunca fue un credo unívoco, siempre tuvo diversas
corrientes y opiniones diversas. A veces se confundió con un discurso
milenarista que idealizaba el pasado inca y pedía un retorno a él, a veces
defendía su propia versión del apartheid (indios y mistis,
separados pero con los mismos derechos), a veces cogía una retórica antioccidentalista, en otras se apropiaba de las nuevas
corrientes foráneas, a veces se reducía a mera defensa de valores culturales
andinos, a veces se transformaba casi en un partido político. Pese a los
telúricos deseos de Valcárcel, el indigenismo no se convirtió en una fuerza
social unificada de campesinos que marcharan sobre Lima sino estuvo siempre
reducida a un carácter intelectual y cultural. De la acción política se
encargaron más bien Mariátegui y el APRA.
Decir que el
indigenismo fue una corriente netamente intelectual y cultural no es un baldón
ni mucho menos. El indigenismo asumió un auténtico papel de vanguardia en las
letras al proponer otros sujetos, escenarios y acentos en nuestra literatura,
el indigenismo marcó a toda una generación de intelectuales, políticos y
artistas del Perú. El indigenismo fue un gran catalizador de la actividad
intelectual en provincias y fue piedra angular del singular florecimiento
cultural que tuvo lugar en muchas ciudades del interior del país. Fue el
indigenismo quien impulsó una serie de nuevas disciplinas como la arqueología,
la etnohistoria y la sociología. El indigenismo marcó un antes y un después en
la historia de las ideas en nuestro país.
El indigenismo
fue, antes que nada, una actitud cultural. Reconocer la extraordinaria
importancia del mundo y la historia andinas dentro de cualquier propuesta
cultural. Citando a Mariátegui, diríamos que el
indigenismo no era un mero fenómeno estético sino “una corriente nacionalista y
revolucionaria al mismo tiempo”. Una afirmación del Perú, y por el Perú se
entendía el Ande, su gente, sus tradiciones, su historia y su cultura. Allí
estaba el punto de partida de todo. En literatura, por ejemplo, esta toma de
posición significó que las obras tomaran como referencia el mundo indígena, que
exploraran su lenguaje, que tanto el escenario como los personajes, o la trama
misma, se nutriera de la enorme vastedad de la cordillera. Todo esto, por lo
general, envuelto en un verbo airado, vindicativo y con el dedo índice acusando
siempre a Lima.
El indigenismo
como corriente cultural tuvo su época dorada en los años veinte. La huella
literaria del indigenismo en aquellos años no está tanto en escritores
puntuales como sí en la acción continua de colectivos de escritores, artistas e
intelectuales, sobretodo en provincias. Los años veinte atestiguan un boom de revistas culturales en todo el
Perú (Atusparia en Huaraz, Waraka
en Arequipa, Boletín Titikaka en Puno, las
revistas Kosko y Kuntur en Cuzco, La Sierra en Lima) y la
aparición de manifiestos “andinistas” de forma periódica. Y no creo que sea
necesario nombrar la gigantesca pléyade de poetas, escritores, ensayistas,
artistas, intelectuales o científicos (De Valcárcel a Churata,
de Julio C. Tello a Julia Codesido) que maduraron sus
grandes obras en ese período.
En la década
siguiente, con la crisis económica y la caída de Leguía,
el indigenismo enfrentó en situación de franca inferioridad la embestida
cultural de las clases dominantes quienes enarbolaron el hispanismo como
respuesta. Las voces más importantes del indigenismo –y sus mejores
integrantes– sufrieron invariablemente el exilio y la cárcel. El campesinado
nativo, al quedarse sin sus supuestos voceros, terminó trabajando en
alternativas políticas de otro tipo, encabezadas primero por el APRA y luego
por el grueso de la izquierda marxista. Esto explica que, a diferencia de
Ecuador y Bolivia, aquí el movimiento indigenista sea minoritario, no haya
tenido pegada más allá de determinados espacios regionales y recién esté
despegando (pienso en la movilización de las comunidades contra las empresas
mineras). Quizá recién, ochenta años después, se esté cumpliendo el sueño de Mariátegui en el cual los indios hablen por sí mismos.
Para cuando el
clima cultural peruano se hizo menos enrarecido y se pudo volver a crear con
libertad, nuevos cambios se dieron en el Perú. El indigenismo nunca volvería a
tener la importancia y el vigor de la década de los veinte. Pero distaba mucho
de haber muerto aún.
Arguedas se dedicó en
cuerpo y alma a escribir, recrear e investigar la temática campesino-nativa del
cual él había sido testigo de primera fila. Ciro Alegría, desde su exilio chileno,
eligió también escribir sobre el interior del país, sus problemas y sus gentes.
Otros escritores menores escribieron también sobre su terruño natal. La crítica
oficial suele llamar este período “regionalismo” o “narrativa de la tierra” y
la enmarca como un residuo del tipo de realismo que se ejerció en Latinoamérica
durante la primera mitad del siglo XX.
En el caso de Arguedas, muchos prefieren
llamarlo neo-indigenista porque consideran su literatura más compleja y
elaborada que el discurso encendido de los años veinte. En todo caso, se quiere
decir que, después de la II Guerra Mundial, el indigenismo se convirtió en un
lenguaje del pasado y quienes escribían temas de corte rural o provinciano,
eran epígonos de una literatura superada por los grandes cambios a nivel
nacional e internacional. Con este discurso, empieza a negarse la producción
literaria del interior en beneficio de las nuevas generaciones de escritores
criollos que persiguen temas y estilos pretendidamente más cosmopolitas. Por
otro lado, quienes sentían necesidad de escribir sobre los grandes problemas de
su país se decantaron por la llamada literatura social o comprometida, cuyas
mediaciones políticas privilegiaban determinados conceptos (la clase, el
Partido, la revolución) en la elaboración de la ficción y las imágenes.
Durante la
década de los sesenta, la generación del Boom
consolida una literatura que, por lo general, rompe con el estilo narrativo ya
sea del indigenismo o del regionalismo. Asimismo, las temáticas y los
personajes son fundamentalmente urbanos y claramente occidentales. A veces esa
literatura se presta de algún bagaje cultural del interior, como en el caso del
realismo mágico o de la narrativa social. Pero, por lo general, la literatura
huye del campo y los campesinos. La intensidad de ciertos temas que uno rastrea
en la narrativa de Arguedas o en la poesía de Churata ya no vuelven a verse.
Por otro lado,
merced a la Reforma Agraria, la realidad rural ha cambiado radicalmente, haciendo
caduca la cuestión del gamonalismo y planteando nuevos sujetos y problemas. La
sierra se urbaniza y la amazonía empieza a cobrar más presencia en el Perú. La
crisis económica que se inicia en 1975, el ascenso del narcotráfico y,
finalmente, el inicio de la violencia política que durará casi quince años,
terminan por transformar radicalmente a la sociedad peruana.
Pero,
paradójicamente, estos cambios han traído un lento pero sostenido proceso de
activa creación cultural en provincias y en los conos populares de la capital.
La literatura vuelve a escribir sobre nuestro país, otra vez más. El impacto de
las nuevas tecnologías y las consecuencias culturales de la globalización han
coadyuvado a este nuevo florecimiento cultural que significa casi doscientos
títulos anuales, casi medio centenar de revistas literarias, una veintena de
nuevas editoriales de provincias y una cantidad creciente y apabullante de
congresos, coloquios y encuentros de escritores en diversas partes del interior
del país. Como hace ochenta años, hoy se crea y se produce simultáneamente en
varias ciudades del Perú.
Pero ¿es esa
literatura contemporánea que habla del país profundo una literatura
indigenista? En rigor no, porque la realidad peruana se ha vuelto más compleja
y los Andes que conocieron los indigenistas de 1920 no existen ya. Por otro
lado, la variadísima temática de la actual narrativa de provincias (la sierra
urbanizada, los nuevos sujetos en el campo post-reforma agraria, el proceso de
la migración, la violencia política, el ocio y el erotismo en provincias, etc.)
excede un concepto que aludía siempre a la figura del indio, cada vez
más ficcional y recreada que real.
Algunos
(sobretodo críticos e investigadores extranjeros) han hablado de literatura
neo-indigenista, haciendo demasiado hincapié en las temáticas andino-rurales y
en el cultivo de referentes como la pervivencia de valores inmemoriales o lo
mágico-telúrico. Pero con eso corremos el riesgo de omitir a la mayor parte de
escritores del interior, o no sabemos qué decir cuando un escritor en una obra
recrea una leyenda andina y en la siguiente cuenta una historia erótica en una
urbe serrana moderna.
El término que
está más en boga es el de “literatura andina”. El problema está en saber si ese
término puede abarcar también a la literatura amazónica –de temática muy
similar aunque de distinto escenario– o a la creación cultural en las
provincias de la costa, de fuerte acervo migrante-andino
pero enfrentado a situaciones netamente urbanas y virtualmente cosmopolitas. De
hecho, muchos escritores se quejan que esto de indigenismo y andinismo solo
sean etiquetas que no llevan a ninguna parte. Y es que la formidable diversidad
de nuestro país parece decirnos que abandonemos las categorías de hace treinta
o cuarenta años y busquemos algo nuevo para definir lo nuevo.
Si entendemos
indigenismo como la producción y el programa cultural que reivindicó la imagen
y la grandeza del campesinado nativo explotado por una sociedad semifeudal y que proponía a ese sujeto como el nuevo vector
de un país alternativo idealizándolo hasta lo imposible; pues sí, diríamos que
el indigenismo ni existe ni nos sirve. El país es otro, los sujetos son otros,
los problemas son otros.
Pero si
entendemos indigenismo como lo que dijimos capítulos antes, esto es, como actitud
cultural las cosas son distintas. Es un hecho que la mayoría de escritores
del Perú parten ahora de la introspección de su país y de su localidad como
inspiración y discurso literario. De hecho aún se conserva la técnica realista
como principal estilo narrativo aunque ha abandonado el folklorismo
lingüístico y el tono antropológico a la hora de describir sujetos y comunidades.
Algunos todavía persiguen el acento telúrico e irredentista (la belleza del
campo virgen, la fuerza real de las mitologías andinas, la pureza de la
comunidad campesina), otros abordan sin complejos temáticas más actuales (el
turismo, la represión militar, el choque cultural). Pero los une lo mismo:
Reconocer en el Perú profundo el numen de la praxis literaria,
interpretar nuestro país para interpretarnos nosotros mismos, buscar en nuestra
tierra las notas básicas para elaborar nuestro acento y quizá hasta nuestra
voz.
¿Indigenismo?
¿Neo-indigenismo? ¿Andinismo? Lo que hay ahora en la literatura contemporánea
es sencillamente literatura peruana. Después de mucho tiempo (¿o, quizá
por primera vez?) se escribe desde nuestro país para nuestro país. Y eso es
bueno, porque es el paso necesario para que toda literatura madure, hablar
sinceramente de nosotros mismos y nuestros problemas. El carácter indigenista,
en tanto actitud, puede repetir la hermosa sentencia de León Tólstoi: “Ama a tu aldea y serás universal”.