Bolero en cuatro tiempos


 Por Róger E. Antón Fabián


1

Lugares y vivencias, mutua relación que remite a una plaza, una calle, un muelle, una barandilla como mudos testigos de la historia y el acontecer. De pronto uno se adentra en añoranza de tal o cual persona o suceso, de inmediato surge un lugar y su tiempo como referencia que los contiene. Así una mujer puede ser la brisa marina tras la isla, el tamborilleo de las olas en el malecón, las crispadoras luces de las embarcaciones zangoloteando en la mar nocturna del puerto o quizá el estertor del sol en la nostalgia de la tarde. Lugares, vivencias y detalles, pues en el caso de la persona amada, la nostalgia no viene sola, son sus gestos, su olor, una rosa, unos labios, su figura a contraluz.

Así el recuerdo lleva a lugares y circunstancias sin tiempo, a reproducciones que la lejanía embellece o estropea, a rastros y huellas. Por tal lugar pasó mi amada, en este otro murió un héroe, aquí juramentó el revolucionario. Los lugares siguen allí, abandonados al tiempo y diluidos de aquel soplo vital que les dio vida, obedeciendo ahora a este su otro vivir. La historia fluye y se pulveriza.

Cuántas son las veces que me he visto recorriendo una calle, un malecón, una avenida, visitando un remoto restaurante y me dicho a mí mismo embarcado en la memoria: aquí conociste a tu antigua mujer, por aquí caminaste rumbo al colegio, aquí jugueteabas de niño, allí en ese hotelucho amaste a una enamorada, por aquí vagaste cuando eras un desventurado estudiante. Estas calles te pertenecen. Este lugar eres tú.

Igual suerte corren los objetos personales, tal libro perteneció a un ancestro: el baúl de la abuela, el velador de mamá y demás cosas se van deshojando en el tiempo como sus dueños; mas lo que de éstos queda son sus actos y dichos: su obra a través de la memoria y el tiempo.

 2

¡Ja! En el transcurso de tu vida estás en busca de la mujer total que se entregue absoluta y únicamente a ti, que acepte tu pasado, te comprenda y se esfuerce por una mutua armonía amorosa entendiendo tu profesión, comprendiendo tu inestabilidad. Y te das con mujeres de toda laya: bellas, bellísimas y a todas siempre les falta algún ingrediente. Pasado un tiempo las abandonas creyendo que ensombrecen tu vocación, tu destino, así vas sumando mujeres, amoríos. A todas les cuentas tu vida, tus miserias y cuando te percatas ya no están a tu lado; permanecen regadas por allí vagando por los corredores del mundo, gozando plácidamente de las bondades del amor, olvidadas de ti. Y, tú, solitario, abandonado recordándolas todo el tiempo con suma nostalgia y profunda tristeza. ¡Estúpido!

 3

Me paso ordenando todo para escribir, preparando el momento preciso como una conquista, postergando citas, fiestas, reuniones, evitando amistades, arreglando el ambiente, la música (que tiene que ser clásica, cuando hay bulla), eludiendo responsabilidades, todo tipo de romances, amoríos y hasta lecturas. Llegado el momento, a la hora de la verdad, rodeo a la máquina, la miro con miedo y desprecio,  casi con un cierto temor; me invento ocupaciones y tareas hasta que al final me planto allí, como llevado por una fuerza extraña. Luego de tanta lucha y esfuerzo casi sobrehumano, permanezco sentado allí mirando por la ventana, contando las teclas, recordando a mis mujeres, las ciudades que conozco y no escribo nada por horas hasta que brotan retoñitos deformes, como éste.

 4

A veces sin explicación alguna se apodera de uno una terrible nostalgia por lo remoto y su acontecer. Conmociona el alma la propia suerte, el destino. Es dificilísimo soltarse de ello. Desde esa óptica puede que el recuerdo sea realmente un verdadero castigo. Jamás uno olvidará sus días felices o inciertos, sus amores o deslices, sus creencias u opciones, sus amigos o enemigos, sus soledades y sufrimientos, en fin, su vida con todas las circunstancias y accidentes que le toco vivir y que frecuentemente la hacen desembocar en una sordidez cada vez más detestable y pestilente. De pronto sin motivo aparente surge una idea o un recuerdo, que es el origen de una sucesión de ideas y recuerdos y hasta de algunos deseos que bien podrían desencadenar en un accionar totalmente diferente de la idea que originó el desenlace. Incluso de naturaleza maligna, como un asesinato, un suicidio u algún otro más desastroso aún. Surge, entonces, la farsa divina y su posibilidad excelsa. Antesala de la soledad rotunda. Sin embrago media la elección entre pegarse un tiro o escribir.

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