El
poeta y la tristeza
Carlos
Rengifo
Así
como el dadaísta Jacques Vaché, «maestro en el arte de dar poca
importancia a las cosas», y orgulloso de ser inédito, pues siempre trató
a puntapiés la obra de arte, «esa miseria que retiene el alma después de
la muerte», el poeta César Ávalos, a punto de dar a luz un insólito
libro, se reencarna en el espíritu de este destructor y suicida francés,
y destila un limeñísimo esplín en un texto que llega a mis manos como un
mensaje de botella. El sol lo abruma, aun teniendo una plaquette
llamada Solar; la ciudad lo abruma, aun bautizándola con el nombre
del cantante de The Smith. El poeta chapotea en el vacío y parece
ahorcarse con su propio cordón umbilical. ¿Tanta percepción sensitiva en
tan poco espacio? Si no lo conociera estaría en alerta; pero precisamente
porque lo conozco es que me inquieta su poética grisura. Nadie mejor que
él para arrojarse debajo de las llantas de una combi; nadie como él para
sobrevivir a los locos que en verdad lo hicieron y ahora son solo aire,
nube, melancolía
Leer
sus palabras es adentrarse en el fuego interno de un ser que respira en
sangre viva, allí donde nadie desea estar; y él sin embargo se regodea en
el miasma, se hinca a traición, quiere hacer real su dolor verdadero. «La
literatura ya no calma», dice, «la lectura no sosiega, la escritura es
vana y maldita». Sentado a la mesa de un bar, el poeta cumple su papel de
bohemio, aunque el cliché para él no sea tal, pues hay autenticidad en
sus movimientos, en su «casi rutina de borracho», arrastre inevitable de
ser lo que se es. Aquí no asoma la pose de tantos vates indistintos que
deambulan sin ton ni son; aquí se yergue el alma de un creador que se
niega a publicar (aunque ya haya publicado), y resiste como valiente
estas caídas mínimas en el mar de los éditos, al que no hubiera querido
pertenecer.
Entre
humo y espuma, comenta que publicar es cosa de vanidad, de levantar tal
vez el ego alicaído, y en el fondo puede tener razón, siendo su
convicción la de mantenerse incólume en su esencia de ser «poeta», por
encima de escribir poemas. La «poesía» debe abarcar la vida misma, aunque
carcoma poco a poco por dentro hasta llegar, en algunos casos, a la
destrucción. «Si escribo esto es por desidia», dice en su texto, «pero
nada ampara más al ocioso en su poca escritura que su propia validez de
no querer ser nada». Besando el suelo, ¿para qué más sacudir las fibras
de un hombre en su vacuidad? A estos infiernos enrumban ciertos poetas,
sin importarles nada, echando por tierra cualquier tipo de figuración; en
este barco están los verdaderos «escogidos», los que pasan transparentes
por la vida, los que vibran en cada latido de existencia, los auténticos
creadores soterrados a los que muchos ningunean.
Ubicado
en el engranaje de los poetas ochenteros y noventeros, siendo una bisagra
entre ambas generaciones, César Ävalos es testigo de excepción en esta
fiesta de desbordes y velorios, de cultos poemáticos y cortadura de
venas. De allí su tono oscuro en cada palabra escrita, aunque no dicha;
su tono gris en el arte de los vocablos, aunque en la vida diaria otorgue
de buena onda su gran amistad. Estos son los recovecos del poeta, no los
malabares de los que sueñan con salir en Somos; en Ävalos no se
siente la hipocresía propia de muchos integrantes de nuestro mundillo
literario. A él en verdad le sorprenden los amaneceres, «estos autos en
ruta, estas caras que viajan como yo de un lugar a otro, cada uno con su
propio vacío, cada uno con su propia muerte a cuestas». Así define su
tristeza desde lo extrínseco, el lastre de cargar una cruz, puesto que
«se requiere mucho más esfuerzo para no escribir que para escribir». El
desaliento lo invade, no hay señales en el camino. ¿Para qué sendos
libros?, se pregunta, ¿para qué novelas, para qué poesía? Pero al
final de este mensaje en la
botella, como queriéndose sacar una alimaña del cuerpo, el poeta enciende
una luz en medio de tanta penumbra, cuando anota: «Y si cada día es más
difícil vivir, ahí quiero estar, dual. De día para vivir y de noche para
sobrevivir». Los dadaístas experimentaron la angustia y el desequilibrio
que siguieron a la primera guerra, y su movimiento fue la búsqueda de una
fórmula para poder vivir. Noventa y seis años después, César Ávalos
siente algo similar, con características muy propias, luego de una guerra
interna que trastornó y enlutó a miles de familias
Arthur
Cravan se burlaba de las librerías respetables vendiendo su revista Maintenant
en un carrito ambulante que empujaba por la calle; nuestro poeta, en
vísperas de la publicación de su libro Ningún lugar dentro, se
burla a su manera de la algarabía del texto editado. Paradojas del
destino, como un escupitajo al cielo vuelto a la cara, y que lo habrán de
celebrar quienes lo conocen, que son muchos, tan distantes como
cercanos... Santiváñez, Heredia, Virginia Macías, Vedrino, Ena Matienzo
(¿dónde estás?), Elmo, Freyre, Abanto, Ildefonso... Su llama habrá de convocar hasta a los
finados, en estas cenizas de melancolía volcadas al papel que serán su
testamento literario, aunque no lo quiera. Por eso, desde aquí, lo
acompañamos en su tristeza.
© Carlos Rengifo, 2006
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