La santidad, la
cruz y el martirio
Por
Róger E. Antón Fabián.
rogerantonfabian@hotmail.com
LOS
OJOS DEL MUNDO han virado hacia la noticia más conmovedora
de esta semana: la muerte tras un duro padecimiento del Sumo Pontífice.
Su agonía televisada en directo se ha exhibido minuto a minuto
ante todo el orbe. ¿Habrá querido Karol Wojtyla por alguna razón
que se difundieran los mordiscos de dolor camino al Calvario, que
le imagináramos padeciendo clavado en la cruz y se entendiera el
sentido de su agonía como un ejemplo de lucha contra la muerte,
enfatizando ya casi sin poder hablar en el carácter sagrado y
trascendente de la vida? La noticia sin duda enterró a la de
Terry Schiavo quien estuvo atada al infierno de una vida casi
vegetal y la actualísima discusión de la eutanasia que se libró
en torno suyo, incluso con manifestaciones callejeras, así como
las elecciones regionales que hubo en Italia y que las ganó el
ala de centroizquierda.
Recordaremos
por generaciones esos gestos de dolor ante las cámaras de
televisión- acaso dirigidas por Joaquín Navarro Valls, el
portavoz de la Santa Sede, y sus ayudantes palaciegos que habrían
convertido la figura del Papa en poco menos que un espectáculo
de reality show- y nos preguntaremos siempre quienes fueron en
realidad los que permitieron que estuviera sujeto del
padecimiento, o si él mismo eligió exponerse como muestra
patente del sufrir, al grado de ser visto a la manera de poco
menos que una tortura sadomasoquista tanto que en su columna del
diario ABC el excelente cronista César Alonso de los Ríos ha
dicho de él que en los últimos días sólo le quedaban
los ojos.
Siempre
he creído que, a pesar de que era el obispo de Roma y
representante de Dios en la tierra y quizá por ello, Karol
Wojtyla estaba muy lejos de la pomposa imagen académica eclesiástica,
sobre todo lo imagino distinto del favorito del ala conservadora
de la Iglesia, teólogo alemán y el consejero papal Joseph
Ratzinger, quien en algunos almuerzos oficiales -que solían ser
de trece en la mesa en memoria de la Última Cena y contra la
creencia de que uno de ellos sería el traidor- ironizaba de la
poca preparación teológica del Sumo Pontífice.
Sin
embargo imagino que ya a su edad le leían a pedido y que las
paredes de su estudio, cuyo ventanal privilegiado y propiedad del
Vaticano domina la plaza de San Pedro en Italia, están cubiertas
con estantes llenos de libros suyos de teología, filosofía,
enseñanza pastoral y clásicos griegos y latinos; y aunque le
gustaba desde muy joven el teatro, escribía poesía y ha
publicado tres relatos autobiográficos, catorce encíclicas y
ejercido un magisterio escrito de treinta volúmenes, en aquella
biblioteca deben de haber muy pocas obras literarias leídas; más
bien documentos en casi todos los idiomas de todas las instancias
de la Santa Sede, desde donde dirigía su ministerio episcopal
para que todos los feligreses católicos del mundo mantengan la
fe en el papel de la Iglesia.
Lo
han llamado el atleta de Dios, el Papa de Sor
Angela, el Papa del Rocío y el Magno
entre otros; pero Juan Pablo II, Lolus para los
amigos, piragüista, alpinista, esquiador, cantor y segundo hijo
del matrimonio Karol Wojtyla y Emilia Katzowska, nacido en 1920,
que quedó huérfano prematuramente por las tragedias de las
guerras de la opresión nazi, y que además llegó al seminario poco menos que un adolescente
luego de trabajar como obrero en una planta química y de haber
sido estudiante clandestino de teología, actor de teatro y tras
el amor de una mujer, sacerdote a los veintiséis años y Papa a
los cincuenta y ocho, fue un hombre de gran carácter, batallador
de su credo y firme en sus ideas. Tras veintiséis años de
pontificado y luego de haber recorrido casi todo el planeta -en
sus últimos viajes se le veía ya cansado y apoyado en su báculo
en forma de cruz-, obsesionado entre muchos temas sobre todo por
las renuncias a las alegrías del sexo y su estrategia más
efectiva de casi total erradicación, así como las acciones
gubernamentales de cada rincón del mundo, vivió cada día de su
vida con el rigor de un Papa de guerra.
Una
reñida controversia sobre el papel de la Iglesia que enriqueció
el debate teológico fue la Teología de la Liberación
(que nació en Latinoamérica y considera que el papel
prioritario de la Iglesia católica es ayudar a los más
desfavorecidos), por la cual el Vaticano tuvo que redefinir
más bien los límites del papel de los religiosos y advertir a
los hijos de la Iglesia latinoamericana que no se inmiscuyeran en
política; sin embargo por vieja doctrina desde su creación la
Iglesia católica no ha hecho otra cosa, tanto la colonización,
la inquisición, el antisemitismo o las cruzadas hasta los
viajes, opiniones, catequesis o bendiciones han estado
entrelazadas con la política y viceversa. Wojtyla por defender
lo que creía y arriesgando quedarse rezagado al margen de la
historia y el mundo de la actualidad; y precisamente por no ser
una figura neutra vivió todos los reveses de su tiempo. Y a
pesar de que pidió perdón por los errores y ofensas cometidos
por los cristianos se le ha acusado de una dictadura religiosa
que manejaría entre bambalinas el cardenal Ratzinger cosechando
también rechazos viscerales y manifiestas disidencias en
sectores de la propia Iglesia católica.
No
pudo visitar Rusia ni China por la oposición del patriarcado
ortodoxo de Moscú y la negativa de las autoridades comunistas;
pero reprendió (hay quien dice lo contrario) a los gobiernos de
Duvalier en Haití, de Ortega en Nicaragua, Pinochet en Chile y
Stroessner en Paraguay; y como un abuelo ante su nieto intercedió
en secreto ante el mismísimo presidente Bush -quien ha dicho de
él politizando oportunamente el momento que fue un campeón
de la libertad- a fin de lograr la concertación para la
paz universal, y, en defensa de lo que creía tuvo la osadía de
darle un sermón a Zapatero enmendándole la plana al gobierno
socialista. Hay quien dice que, actuando subterráneamente,
impulsó la caída del comunismo en Polonia, su país de
nacimiento; y que no logró negociación alguna con Fidel Castro,
en su visita a Cuba luego de que éste lo visitara en la ciudad
del Vaticano; pero le han dicho de todo y no habrá quien falte y
diga o lo comprometa incluso con la muerte de Juan Pablo I, que
tan sólo gobernó treinta y tres días hasta su misteriosa
muerte a la que áquel le sucedió.
Sin
duda durante el papado de Karol Woytila la Iglesia ha retrocedido
en todos los países católicos y otras doctrinas religiosas se
han extendido y legalizado. El Magisterio de la Iglesia, y la
mayoría de los obispos se han opuesto a los métodos
anticonceptivos, al divorcio, al aborto, la eutanasia y la
ingeniería genética con documentos que han encajado en la vida
política mundial, aleccionando a los parlamentarios católicos
quienes por deber moral tendrían que votar en contra de aquellas
leyes que estén a favor de esas atrocidades.
Ahora
los acólitos del Sumo Pontífice -que le habrían
servido de informantes de la situación de cada país- han
viajado a la Santa Sede, y, aunque todos los cardenales son
elegibles y comulgan por la unidad, la grandeza y libertad, sería
noble que el elegido del Espíritu Santo entre los candidatos
pontificales fuera más de espíritu de este tercer mundo. El
nombramiento es imposible de ser resuelto por laicos, ateos, agnósticos
o fanáticos. No así los selectos votantes que tienen al fin una
causa por la que jugarse la mitra, aunque quizá quede alguno por
ahí que prefiera jugarse algún fraude secreto.
Han
transcurrido tan sólo horas desde que Karol Wojtyla dejó estos
enredos terrenales, ya no está entre nosotros sino en el
olvidadizo corazón de cada uno pero habiendo cruzado ya el
temido umbral de la muerte quizá él haya de moverse con la
seguridad de Pedro por su casa en el misterioso hogar que
anhelaba y como tantos católicos creen. Esperan al menos entre
éstos que el Papa nuevo piense menos en Jesucristo y actúe más
como él, para que los jóvenes seminaristas no abandonen las diócesis
y la Iglesia pierda fieles. En esta semana me había propuesto
escribir desaforadamente, por eso esta tarde de feriado de honras
fúnebres mundiales suscribo el presente sobre el representante
de Dios en la tierra, pues habiendo llegado este pequeño tiempo
sin él hay que aprovecharlo
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