¡No comas ese
gallo…!
Leonidas Delgado León
El pequeño pueblo de Jesús, visto
desde las alturas de sus cerros que lo circundan, parece un artístico lienzo
con vistosas casitas de coloradas tejas y los verdes matices de las huertas.
A las seis de la mañana sopla una
fresca brisa, el sol es un reflejo luminoso en la copa de los árboles y el humo
de los fogones se confunde con la tenue neblina que se levanta. El gorgoteo de
los pajaritos invita a las jornadas de un nuevo día.
Manuel Rojas León salió de su vivienda y desde la puerta miró
el firmamento poniendo una mano sobre sus ojos. “El tiempo es propicio
para la caza de zorzales y cuculas”, se dijo.
Había cumplido veinte
años en el mes de enero. De esbelta figura y cabellos rizados, mirada expresiva
y cautivadora, el blue jean bien sujeto a la cintura
por el correaje del morral de cartuchos y municiones, las piernas ceñidas
calzando negras botas vaqueras, sobre el hombro una escopeta española apuntando
al cielo o tal vez amenazando perforar la falda del oscuro sombrero, camina el
cazador con paso ligero, como temiendo llegar tarde a la cita. Y a su paso, se
encuentra con las señoras que recorren el pueblo a esa hora, envueltas en
fúnebres pañolones parecen fantasmas; y cuando se encuentran, se saludan con un
ligero movimiento de cabeza y enterneciendo los ojos; apenas si se escucha un
gutural sonido que se pierde entre la envoltura del rebozo. Van en busca del
pan recién salido del horno. Manuel, que siempre las observa, cada vez que sale
de cacería ya las distingue y las saluda por sus nombres.
“Muchacho loco,
en mangas de camisa con tanto frío”, pensó doña Mercedes.
Yo, que me levanté
temprano a regar mi huerta, lo vi perderse a lo
lejos, por la ruta del Tayal.
Esa mañana Manuel vivió
intensamente la dicha de tener una familia que lo quería y lo admiraba, y disfrutaba
asimismo de la amistad de sus compoblanos. Agazapado
entre los árboles, con destreza increíble disparaba su arma. Sólo un murmullo
de espantadas alas y el eco lejano entre los cerros, era la respuesta…
Regresaba con un manojo
de cuculas colgado junto al morral; algunas aún
tibias, sujetas por las rosadas patitas. Ahora vertían un hilo de sangre sobre
la camisa de lino blanco, o pequeñas gotitas que iban hilvanando el camino de
retorno al pueblo.
Caminaba frente a las
primeras viviendas pobladas de encendidas retamas, y desde ahí vio las torres
de la iglesia, cuyo reloj dejaba escuchar once campanadas; acaso marcando un
nuevo record que superaba el propio cazador. Apresuró el paso y el viento
levantó menudas plumas, pues en sus manos yacía desnuda una paloma.
“Habrá estofado
especial”, se dijo, mientras imaginaba a su madre atizando el fogón.
Pasó frente al hogar de
su primo Alejo León, y no obstante estar apresurado, ingresó silbando para
hacer notar su presencia y poder mostrar, una vez más, sus trofeos de caza.
Socorro, esposa de Alejo, distraídamente lavaba al fondo bajo la sombra de una
higuerilla, sin percatarse del visitante.
Manuel observó, cuando
pasó por la arcada del zaguán, a un hermoso gallo que lucía orondo su bello y esponjoso
plumaje. Había escapado del corral un tanto hastiado de repartir sus encantos a
exigentes gallinas. Iba el gran caballero, de abultada cresta, por rumbos
desconocidos.
Manuel guardó silencio,
una fugaz idea se apoderó de él. Genial idea que exigía acción inmediata.
Acción circunstancial e impostergable… Una sonrisa se dibujó en la nívea
hilera de sus esmaltados dientes, festejando de antemano los resultados de la
broma que pretendía hacer. Casi corriendo ingresó en su domicilio, situado a media
cuadra y, desde la sala, preguntó a su madre:
–Mamá, ¿dónde tienes un pedazo de
hilo fino? –y agregó–, del resistente, de carrete
cadena…
–En la canastita de costura, en el
mostrador –contestó su madre,
suponiendo que tal vez el hijo habría roto los pantalones en la cacería y,
sabiéndola tan ocupada, él mismo los zurciría.
Manuel encontró lo
solicitado y salió apresurado. Sigilosamente ingresó en la casa de sus primos;
miró nuevamente al fondo, donde se encontraba Socorro, ahora lavando los
últimos trapos. Miró también los muros y los rincones sombríos de la vivienda.
Todo estaba en silencio, no había nadie, era el momento propicio. Cercó al
hermoso gallo en el rincón, detrás del portón, y ahí pudo darle cacería.
Experto como era en estos menesteres, no fue difícil la empresa. Sujetó al
gallo con las piernas y rodillas; el instinto animal lo llevó a esforzarse,
pero era inútil, ya estaba inmóvil. Su agitación encendía su cresta y
estremecía sus patas. Manuel, al agacharse para soplar el cuello del animal,
sintió aquella agitación sepulcral, propia de los seres en peligro. El cazador
no se detuvo, su entusiasmo cubrió todo apasionamiento. Siguió soplando, un
anillo desnudo se formó en el cuello dentro del vistoso plumaje. Cuidó no
presionar las plumas con el delgado y resistente hilo de carrete. Apretó lo
suficiente, como para producir trastornos secundarios en el comportamiento del
animal. En efecto, tan pronto lo dejó libre, el gallo comenzó a dar pequeños
saltos en su afán de sacar el hilo. Era imposible… sólo abría el pico sin
emitir sonido. Daba tumbos, como mareado. Sólo entonces, con fingida seriedad,
Manuel llamó a Socorro en la seguridad de saberla sola. Ésta salía en ese
instante a secar sus trapos en el alambre del patio.
–¡Pasa, hermano¡ –fue la respuesta de Socorro.
–¿Dónde está Alejo?
–y agregó señalando al gallo–, mira ese animal, ¿qué tiene?
–¡No, no, la peste…
mi mejor gallo! ¡Virgen Santa!
–¡Córtale el cuello y
cocínalo! –le dijo en tono práctico, como sugiriendo una solución adecuada .
–¡No, eso no se come! Esa
carne es dañina, no vale –le dijo un tanto espantada.
–Entonces regálame para hacer un
estofado.
–No, hermanito, no comas ese gallo.
Te agradeceré lo botes lejos, para evitar el contagio. El Alejo salió temprano
a la Bendiza a ver el ganado.
Esta vez el animal, con
su voluntad cautiva, se dejó coger fácilmente. Manuel abrazó al gallo y lo sacó
a la calle, con dirección a su casa.
“Ñuquito,
¿has traído palomas para el almuerzo?”, se escuchó la voz de doña María
León, pero al no tener respuesta salió a la salita en busca del hijo, quien
había dejado el morral y las palomas sobre el mostrador, y la escopeta tendida
a lo largo. La buena y noble señora, miró el arma con cierto temor…
Era apenas una niña
cuando su madre, doña Carmen Villanueva, refería espeluznantes historias sobre
los abusos que cometían durante la guerra los azules (soldados chilenos); de
modo que toda arma de fuego le inspiraba temor. Con sumo cuidado empezó a jalar
el manojo de cuculas, cuando de pronto escuchó la voz
de Manuel que ingresaba apurado al domicilio.
–¡Jesús y cruz!
–exclamó la madre.
Ensimismada en sus
pensamientos, se sobresaltó, como si la hubieran atrapado en falta.
–Guardaremos esas palomas para
mañana, hoy comeremos estofado de gallo –dijo, mientras ingresaba con el gallo al pequeño patio
interior, junto a la cocina.
–¿De dónde has sacado ese
gallo, hijito? –preguntó la madre, secándose el sudor de la frente.
–Me lo han obsequiado.
Fue una respuesta muy
cortante, muy seca. La noble señora no insistió. Justificadas razones la
tranquilizaban. Muchas veces su hijo había
recibido regalos de sus compoblanos para
retribuir su íntegra amistad y las sabrosas cuculas
que nos repartía.
–Préstame un cuchillo cortante
–dijo Manuel–. No te preocupes, yo
despresaré este gallo, necesito agua caliente.
–Pero Ñuquito,
ya es tarde –dijo alcanzando el cuchillo.
–Madre, con dos expertos cocineros,
tú y yo, y abundante leña al fogón, se vence el tiempo
Un exquisito olor emanaba de la
cocina. Entusiasmados comentarios
compartían madre e hijo. Una dicha incontenible desbordaba por sus manos. (Esos
momentos sublimes que doña María León, en su lecho senil, los recordaría años
después con mucha vehemencia).
Manuel salió y, desde
el umbral, llamó a sus hermanos menores. El almuerzo estaba listo. Calle
arriba, la silueta de un vaquero se acercaba y, en cada paso, se notaba el
vaivén de la soga sobre el hombro. Venía compartiendo saludos con los vecinos.
Era Alejo León.
Manuel esperó el paso del primo para
invitarlo a almorzar.
Se sirvieron sendos
platos a la mesa. Alejo se sintió alagado y hasta comprometido al observar la
impresionante presa sobre el humeante arroz con papa, y dijo:
–¡Qué sabroso estofado! –luego agregó–, aquí se nota la sazón, la mano de
la tía…
–Y las mías, primito –dijo Manuel–, porque debes saber que yo también
he preparado el gallo.
–¡Ah! , es gallo… –dijo Alejo.
Manuel escuchó estas
palabras en un gozo escondido que deslizó hacía adentro, partiendo desde sus
labios que aprisionaban las guisadas partes del gallo, hasta llegar a su
estómago.
La conversación fue muy
amena, puesto que recordaron románticas aventuras con angelicales chicas y los
trajinados días tras un venado herido.
Alejo, en un gesto de gratitud y ante tanta atención,
decidió mandar a comprar algunas cervezas para “asentar” el gallo.
Echó mano al bolsillo y sacó dinero. Al instante, el más pequeño cogió una
canasta de carrizo, corrió a la bodega de don Julio y trajo cuatro cervezas y una
Pepsi familiar. Todos festejaron el momento.
Alejo ingresó a su casa por el
portón que estaba abierto. Socorro, al notar su presencia, se apresuró a
servirle su almuerzo, aún tibio. Alejo, palpando su abultado vientre, se lo
mostró a su mujer, y le dijo:
–No te preocupes, Manuel me ha
invitado un exquisito estofado de gallo.
–¡No hombre, qué has
hecho! Ese gallo era nuestro, el ají seco. Esta mañana resultó con peste y Manuel lo llevó a botarlo.
–¿Qué, con la peste? ¡No,
no lo creo!… aunque debo admitir que estuvo muy agradable
Alejo puso los puños
sobre la cintura en actitud pensativa, y los ojos como queriendo ubicar un
punto en el vacío. Luego agregó:
–O sea que este pendejo
me invitó mi gallo y encima yo puse las cervezas.
–¡¿Qué cosa…!?
–dijo Socorro, incrédula.
Leonidas
Delgado León nació en Jesús, Cajamarca, en 1947,
y reside en Chimbote desde 1968. En poesía, ha publicado el libro infantil Juguetes de barro y ha sido incluido en la
Antología latinoamericana Luna llena de cielo, de Jesús Cabel. En narrativa, es autor de los libros Viajero del
tiempo (2001) y El Tío Cundunda (2002). Integra el Grupo de Literatura Isla
Blanca de Chimbote.