El Caballero de la Triste Figura
Víctor Montoya
Alonso
Quijano el Bueno, vecino de una aldea manchega, perdió el juicio de tanto haber leído libros de
caballería. Y, como en ninguno de ellos halló la belleza y las aventuras que lo
hicieran vibrar mientras leía, decidió convertirse en caballero andante
–errante–, llamarse Don Quijote de la Mancha y emprender hazañas más
fascinantes que las relatadas en Palmerín de
Inglaterra y Amadís de Gaula.
Don Quijote, de
complexión delgada, rostro enjuto y lenguas barbas, limpió los arreos y las
armas de su bisabuelo, de finales del XV, y, a la usanza de los
caballeros de los tiempos de la guerra de Granada, se alistó según los
reglamentos mencionados en la literatura caballeresca.
Así comenzaron las
aventuras de
este iluso y valiente hidalgo Don Quijote de la Mancha, quien, enfundado en armadura,
adarga al brazo, espada al ciento, lanza en ristre y montado en un rocín, se
lanzó a los ficticios campos de batalla, dispuesto a poner a prueba su honra y
su palabra.
En ese mundo hecho de
fantasía, locura e ingenio, no tuvo otro designio que batirse fieramente contra
los traidores y alevosos, contra los agravios, las injusticias y los falsos
juramentos. No llevaba dinero en las alforjas, pero sí un puñado de sueños y
anhelos que lo llevarían por diversos derroteros, con el temor transformado en
coraje y la esperanza en bandera de libertad.
Los aldeanos, al advertir que don Quijote había perdido la razón por leer libros de caballería, se dieron la tarea de quemarlos en una hoguera, como si fuesen obras escritas por herejes y desaforados. Pero era demasiado tarde, porque Don Quijote, como santo atrapado en las garras del diablo, estaba ya perdido en el laberinto de su quimera, donde las aventuras y desventuras parecían obras de encantamiento.
La obsesión de
vivir como bravo y enamorado caballero, lo llevó a buscar una dama que lo
acompañara en los sentimientos y en las horas de sosiego, convencido de que un
“caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin
alma”.
Claro que el
caballero no tuvo necesidad de buscar mucho tiempo, puesto que ahí nomás, cerquita de su casa, dio con la moza Aldonza
Lorenzo, a quien la rebautizó con el musical nombre de Dulcinea del Toboso.
Desde entonces, ella era la dama de su corazón cautivo, en ella vio a la señora
digna de un caballero que tenía la necesidad de alguien que le prepare la
comida, la cama y la cura después de un duelo sostenido cuerpo a cuerpo.
Don Quijote,
imaginándola como dechado de virtudes y belleza, estaba presto a recitarle
romances, de esos que salen como flores del espíritu ardiente de un galante
caballero para luego hacerse ramilletes en el corazón de la mujer amada.
¿Qué hubiera sido
de Don Quijote sin Dulcinea? Probablemente el personaje a medias de una novela
mal contada. Por eso Miguel de Cervantes, maestro en el arte de narrar, inventó
a doña Dulcinea que, teniendo por admirador a un loco de remate, era la mujer
ante quien su caballero debía postrarse de rodillas no sólo para declamarle
versos de amor, sino también para dedicarle el triunfo de sus batallas.
Don Quijote, como
caballero de armas llevar, necesitaba también un escudero, un compañero
inquebrantable en las encrucijadas y un amigo fiel como su perro galgo. Así
convenció a un labrador vecino suyo, un hombre regordete y de escasa estatura,
ofreciéndole el pago por sus servicios y prometiéndole la gobernación de las
ínsulas que ganasen palmo a palmo y espada en mano. Sancho Panza, interesado y
algo fiado en la suerte, dejó a su mujer y sus hijos, y se marchó con Don
Quijote, montado en un asno que tiraba coces y
avanzaba a pasitrote.
El escudero de Don
Quijote, que no sabía leer ni escribir, pisaba tierra firme con el peso de su
cuerpo y su mente; su conducta práctica era el contrapunto del idealismo de Don
Quijote, a quien, viéndolo con un deterioro físico y un aspecto hecho de
sacrificios y derrotas, no dudó en aplicarle el certero apelativo de Caballero
de la Triste Figura.
Sin embargo, Don
Quijote, el Caballero de la Triste Figura, supo ganarse el aprecio y la
confianza de su escudero, quien, sin tener sangre de aventurero ni ideales de
caballero, no sólo aprendió a compartir la mesa con su amo, a beber de su copa
y a comer de su plato, sino también a tomar partido por su causa, aun
tratándose de un simple arranque de locura, como cuando se enfrentó a los
molinos de viento creyendo que eran monstruos gigantes aguardándolo en la
pampa.
Don Quijote,
desoyendo las explicaciones y consejos de su escudero, clavó las espuelas en
los ijares de Rocinante y, en un intento de salvar su pellejo, se enfrentó
contra los supuestos gigantes en un feroz combate, hasta que las aspas del
molino hicieron pedazos su lanza y lo lanzaron por los aires en medio del loco
ruido de su espada y armadura.
Cuando Sancho le
reprochaba por su espíritu de guerrero, Don Quijote le explicaba que esa era
una de las virtudes de todo caballero que, más que ser condenado por sus
acciones mortales en los campos de batalla, era absuelto por la justicia y la
ley divina, ya que en ninguno de los libros había leído que un caballero
andante hubiese sido entregado a la justicia, por mucho de que hubiese cometido
desatinos y homicidios.
Don Quijote, en
busca de hazañas y en afán de cumplir con las tareas dignas de un hidalgo
caballero, erraba por los campos noche y día, durmiendo a cielo abierto y
comiendo los frutos del camino. Entre los aldeanos mostraba su valor y esfuerzo
y, con la mano en la empuñadura de la espada, decía las cosas con tanto brío y
elocuencia que los dejaba pensando en las profundas verdades encerradas en sus
refranes y proverbios que, más que ser las expresiones de un loco, parecían las
sabías enseñanzas de un cuerdo entre los cuerdos. No cabe duda, el Caballero de
la Triste Figura hablaba con el corazón en la boca y estaba acostumbrado a
lanzar arengas y discursos que su condición de caballero se lo permitían, casi
siempre inspirado por la divina providencia y los ideales libertarios.
En sus idas y
venidas, siempre al borde del delirio, creía ver a hombres armados en los
caminos, cuando no habían sino sólo arrieros y carreteros; confundía las casas
con castillos, los molinos con gigantes, la manada de cabras y ovejas con un
“copioso ejercito”; a las mozas de vida humilde con doncellas y a los
venteros con grandes señores; ante sus ojos, y en su mente enajenada, cualquier
ruin ostentaba el título de nobleza.
El Caballero de la Triste Figura, al cabo de sus
andanzas y sus hazañas, vividas con intensidad en su locura, retornó a su aldea
llevando a cuestas sus amarguras y derrotas, sin haber conquistado reinos ni
fortunas. Cayó enfermo en su lecho y, tras recobrar sus facultades mentales con
un aura de melancolía, exhaló su último hálito de vida, rodeado de su fiel
escudero, su sobrina y sus amigos, incluido el cura y el barbero, quienes jamás compartieron los propósitos ni los
delirios del hidalgo caballero.
Mas en realidad, el que murió no fue Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano el Bueno, porque en la aldea manchega quedó el verbo y la figura del idealista soñador que durante cuatro siglos nos mantuvo disfrutando de sus inaccesibles quimeras, en alabanza suya y del género humano. Y quien todavía lo dude, no tiene más que adentrarse en la magistral obra de Miguel de Cervantes, el Manco de Lepanto que escribió las aventuras y desventuras de Don Quijote detrás de los barrotes de una cárcel.