La palabra se me vuelve rebelde

 

César Quispe

 

 

La palabra se me vuelve rebelde cuando la gaviota se acerca

a preguntarme por el puerto,

las redes,

los botes varados en la orilla

el sol pegado en el cielo,

de mis compañeros cutreros subidos en los volquetes,

y del  loco Moncada con esos ojos de Mesías, expulsando a los ambulantes del mercado “el progreso”.

Algo se desprende de su rostro cuando me habla de las fábricas: a esta hora estarán quemando el último pedazo del cielo fresco,

y los señores de dorados anillos con una sonrisa en los labios estarán festejando con el sudor de los serranos,

que ayer dejaron el cielo azul de sus campos.

Allí están, en los bares de la avenida Bolognesi, abrazando a las mejores putas del puerto, bebiendo a sorbo el mejor wishky;

mientras que los otros duermen con las tripas trenzadas de tanta hambre, abrigados en cuatro esteras al filo del mar que ya ni les pertenece.

Pero el viento nos obliga hacer un silencio, aunque éste no sea nuestro

ni el sol que ahora está pegado en otro cielo.

 Con la tristeza incrustada en su mirada,  me cuenta que se tuvo que escaparse a otros mares porque su raza la estaban extinguiendo como lo hacen, hoy, con los serranos.

La tierra y el cielo empezaron a ser cercada y no tenían cielo donde volar con libertad, 

el alimento que les fue enviado por los dioses, se lo robaron el día que empezaron a llenar sus lanchas y hoy,  sólo queda humo en las fábricas.

Me hace la última pregunta

y en voz baja,  antes de zambullirse en el mar de otra patria

si el pejerrey que tengo escondido en mi bolsillo, es para él.