LA
MARCHA DEL TIEMPO
Gustavo Tapia
Reyes
Lo terrible de ver pasar el
tiempo o de tomarlo en consideración, de algún modo es observar las patas
de gallo que va dejando en el rostro, la prominente papada que se cuelga
y la anchura que va tomando nuestra anatomía. Sea la dieta, el gimnasio,
la cirugía plástica, lo que consiguen es solo disimular, atenuar,
maquillar la situación por un breve lapso, puesto que el tiempo ha de
continuar impertérrito. No termino de preguntarme por qué es así o por
qué debe ser así y de estremecerme pensando si también estaré igual para
los grandes amigos, enemigos gratuitos, conocidos distantes, pese a que
lo más común es que yo lo distinga en ellos. Claro, no veo en mí
(Magnolia, mi mujer –dándome aliento– dice que conmigo todavía nada ha
pasado) lo que sí observo en quienes me rodean.
Eso suele sucederme casi
siempre y en verdad lo lamento. Nunca será fácil desplazarse por
doquiera, sin esperar mayor sorpresa que lo cotidiano, hasta que todo de
pronto resulta inverosímil. Así, viajaba yo en el mundo variopinto que
engloba una combi cuando, percibí sentada enfrente mío a una señora que,
pese a no lograr identificarla en el contexto respectivo, me parecía
sumamente conocida. ¿Era o no era?. Una variación de la duda
shakespeareana me puso al borde de los recuerdos para, escarbándolos en el
baúl de la memoria, ubicar dónde pude haberla visto, dónde pude haberla
encontrado, porque si de algo estaba convencido es que no fue en una vida
anterior, mas ¿por qué no podía evocarla con precisión?. ¿Qué me estaba
pasando? ¿Debo tomar algún tónico para evitar tener tan frágil la
memoria?. Achiné los ojos, limpié mis lentes, puse el rostro más discreto
posible y seguí en el intento de comprobar si conocía o no a aquella
pasajera que a toda costa me evitaba la mirada, llevando un gorro que le
cubría las greñas, que desde hace varios días no deben saber del champú y
unas viejas sandalias, que protegían sus pies completamente bañados por
el polvo.
Parece salida de alguna
página del realismo sucio. Parece ser que Genet, Carver o Bukowski la
dejaron escapar. Parece haberse dejado vencer por la contundencia de los
días que transcurrieron amargos hasta sumar años en que se quedó anclada,
detenida, descuidada, golpeada por la rutina que la fue poniendo contra
el piso. Pero ¿cuál es su identidad?. Ah, un chorro helado me bajó por la
espina dorsal dejándome paralítico por un instante. Es que no podía creer
que fuera ella y sentí, para remate, que el alma se me desvanecía por
debajo de la piel al descubrir que quien estaba delante de mis ojos era
nada más y nada menos que Angélica María. En efecto, la chica más hermosa
de mi generación, aquella por quien todos suspirábamos y andábamos
enloquecidos, sin descanso. Desde el ayer al presente se ha puesto con
hendiduras en el rostro, ha agrandado su cintura (otrora de modelo), se
le han caído los dientes delanteros (como nuestros futbolistas) y de
aquella mujer que caminaba vistiendo ropa a la moda, tacones altos y,
sobradísima, levantando las narices, apenas ha quedado el recuerdo.
¿Solo el recuerdo?. Es que
no parecía ser la misma Angélica María (sus apellidos no importan), que
en una abrir y cerrar de ojos el primer día de clases en el quinto grado
de la promoción arrancó los rotundos aplausos y sonoros silbidos de la
gallada. Sucedió que el verano, la playa, el baile hicieron su parte y
ahora mirar ese cuerpo representaba la locura de un Humbert Humbert al
lado de Lolita; observar con detenimiento esos labios, perpetuamente
rojos, era como ojear el infinito; escucharla haciendo alguna pregunta
hacía que el delirio se elevara incontrolable. Los profesores no sabían
qué hacer para frenar esos desbordes en imberbes que interrumpían las
clases, incluso ellos mismos optaban por el disimulo, haciéndose los
interesantes -al verse abordados por ella- como el tal Arangurí, mientras
las profesoras, al quedar al margen de las atenciones, celosas se ponían
o entraban en el plan de ser las consejeras que orientaban a la pobre
niña, perdida en medio de tantos lobos que aullaban, como si en todo el
colegio nadie supiera que en realidad eran unas maestras de la pendejada.
Borges decía que nada es
más triste que ver el envejecimiento de una mujer hermosa y sí pues, me
va inundando el pesimismo al distinguir cómo ese rostro se ha tornado
enjuto, de tan lozano que era; que se ha manchado, de lo tan fresco que
se veía; que sus cabellos negros, constantemente perfumados, nada resta
ahora siquiera para observar. La miro y no lo creo. ¿O estaré acaso
protagonizando una pesadilla?. Es que esas rodillas sucias, el vientre
abultado, la pestilencia que exhala, me hacen parecer que estoy en otro
mundo, porque no es la Angélica María que otrora yo conocí. Me siento
estafado por la vida. Rememoro esos días en que sigilosa se me acercaba
queriendo lo auxilie en alguna tarea o me sonreía ante sus ansias de querer
marcar una distancia con los demás, cuando le favorecía, o conmigo, si es
que acaso dábase cuenta que había captado la atención de quien más le
gustaba. Porque como se dice era de hacerme sufrir la malvada, de hacerse
la difícil para dejarme esperando, dando preferencia a quien la parecía
más varón que yo en mis diecisiete, o sea con alguno de esos que solían
venir a buscarla a la hora en que salíamos de clases.
Al verla, se me desgarraba
el alma e ignoraba qué hacer teniéndola, como en la vieja balada “tan
cerca de mis ojos y tan lejos de mi corazón”. Preso de los nervios, me
extraviaba en los vericuetos de soñarla entre mis brazos, aunque Angélica
María continuaba en la misma senda de evitarme, dejándome a mí y al resto
de la promoción en medio de las ascuas que se apoderaban inútilmente de
nosotros. Ella prefería a otros, por ejemplo, al vivazo del director Juan
Julio Guevara, quien ante sus primeras quejas diciendo que habíamos
pretendido manosearla, en grupo nos mandaba al cepo unas cinco horas como
mínimo, aduciendo que solo así aprenderíamos a comportarnos. Hasta que un
día, se la llevó consigo, convirtiendo a (nuestra) Angélica María en
secretaria adjunta de su amante la secretaria general. Sin embargo, no
era la única y junto a ella se alineaban otras chicas como la petulante
Adela (hoy casada con un pescador que la ha llenado de cinco hijos), la
melindrosa Lucila (su príncipe azul es un vago que a punta de golpes le
prohíbe cambiar de ropa y maquillarse), la inalcanzable Sonia (mujer de
un mezquino hombre que la hace padecer hambres) o la narigona Mercedes
(dedicada a la venta ambulatoria de golosinas, luego que su ricachón la
botara a base de patadas, reemplazándola por otra), pero, fue Angélica
María quien se tornó inolvidable y continuó siendo en todo ese año y en
los próximos que se suponían iban a ser de su jolgorio, ingresando a la
universidad donde los profesores la aprobarían por solo mantener el
privilegio de mirarla, ganándose todos los concursos de belleza en los
que participaría, estableciendo negocios que la harían una millonaria
(mujer de éxito que le llaman) o casándose con un hombre de la alta
sociedad que la consagraría entre los círculos del poder.
Por eso, afirmo sin medias
tintas que la visión de Angélica María me impactó como una pedrada en el
rostro y, no creyéndolo, quise hablarle de una buena vez, sin aguardar a
que ella, no pudiendo más esconderse de su incomodidad, seis cuadras más
adelante, descendería agachando la mirada, jalando a un niño de la mano,
sin voltear en absoluto y aunque yo no quiero mirarme en el espejo me
pongo a pensar en cómo el tiempo tiene una marcha inexorable y que
cronológicamente va imponiendo sus dictados según se le antoja, sin que
desde hace siglos se conozca la fórmula acaso para pretender detenerlo.
Poetas, psicólogos, músicos, filósofos, pintores, cineastas, todos sin
excepción han hablado del mismo tal vez para exorcizarlo, aunque no por
ello han quedado al margen de su terrible influjo que consiste en un
paulatino deterioro que terminará, tarde o temprano, en una completa
descomposición.
|