Se nos muere el tío Richie

 

(Hora dolorosa en que nuestro amigo Ricardo Ayllón yace en un hospital limeño)

 

 Esta crónica se publicó originalmente por Internet en enero del año 2004, el autor de la nota recibió por la misma, al borde de la madrugada de su difusión, una andanada de llamadas telefónicas (desde Los Ángeles, Madrid, París, Chimbote y Cuzco entre otras ciudades) e intercepciones a su correo electrónico, y hasta ciertas amenazas si no daba la versión de dónde se encontraba el escritor convaleciente o muerto. R. Ayllón sufrió acosamiento a toda hora de parte de familiares, escritores, amigos, conocidos y curiosos preocupadísimos, al grado que hasta en la calle hubo intenciones de comprobación tangible de su existencia;  llegó a sentirse tan querido que lloró de la emoción a cada manifestación de solidaridad militante, haciéndose del cariño entrañable de sus  mejores amigos. Hubo dolientes cartas, manifestaciones de pesar, testimonios de duelo y casi un cortejo fúnebre. Todo no pasó de ser una celada a los lectores y felizmente fue olvidado para siempre. Aquí la versión de la misma.

 

Por Róger E. Antón Fabián

 rogerantonfabian@yahoo.es

 

 

            A RICARDO AYLLÓN lo conocí en una situación impresionante hace unos diez años. En plena celebración de la fiesta de San Pedro, en Chimbote, las barcas acostumbran a zarpar del puerto atiborradas de una muchedumbre que madruga para encaramarse entre las redes de la cubierta y ser partícipe de la misa conmemorativa en altamar a las siete u ocho de la mañana, o sencillamente darse una vueltecitatras la isla y ver el espectáculo. Allí se ve invocando al santo a madres con sus niños, viejos jubilados, familias enteras, parejitas de novios y demás.

 

En una de esas embarcaciones trabajaba yo haciendo las veces de vigilante y esporádico ayudante de cocina. Aquella madrugada el capitán, un piurano de ronca voz metálica, descansaba en el puente leyendo un periódico pasado con esa paz de viejo hombre de pesca, cuando escuchamos que abajo los tripulantes gritaban escandalizados. “Anda vete a echar un vistazo”, me dijo. Bajé y raudamente me escabullí por entre el gentío que abarrotaba hasta los topes la embarcación empujándose y gritando. Allí estaba.

 

Recuerdo haberlo divisado desde la escalerilla cuando trataban de disuadirlo para que no se lanzara al mar embravecido. Al verlo por primera vez me dije: ¿quién es ese loco? Se encontraba a babor amenazando a todo el mundo con arrojarse al menor descuido si lo soltaban los tres hombres que fuertemente lo sujetaban. De inmediato cogí un cabo y arrastrándolo, marché hasta él. Sin decirle palabra se lo amarré a la cintura, y, casi con furia, le grité con todas mis fuerzas: “¡lánzate, pues!”, pensando que no lo haría; sin embargo contra todo pronóstico para sorpresa mía y de los presentes se arrojó ante el grito desesperado de las mujeres y el asombro de los hombres.

 

 Después supe que pretendía rescatar los originales de un poema suyo que habían extraído de sus manos fieros los aires del oeste que soplan detrás de la isla. Tal fue la suerte que si bien ya desleídos, los recuperó. Aún no usaba esos anteojos que agrandan enormemente sus ojos miopes. Estaba feliz aunque tiritaba de frío. Hubo que prestarle ropas. Así lo conocí.

 

Por aquel entonces yo vivía prácticamente en el mar a la vez que leía como un loco a los franceses: Flaubert, Maupassant, Sartre. Un cuento de Maupassant nos llevaría a una larga conversación aquella vez. Cuando a los dos o tres meses un día me llegó una primera carta de él desde Lima hasta la misma barca y con ésta muchas más. No sé como haría el cartero o el remitente (nunca lo supe en realidad); pero la correspondencia siempre me llegó a la embarcación. Así me mantenía en cuenta de las nuevas publicaciones, revistas, novedades artísticas e invitaciones a alguna presentación o evento literario.

 

Me enteré que en Lima hacía toda suerte de tentativas para subsistir desde redactor, corrector de textos, vendedor, desempleado, hasta encargado de cobranzas de un banco. Veo la cara destemplada de Ayllón cobrando ante la reiterada negativa de desahuciados tenderos venidos a menos o hablando de pagarés, cuotas o inflación, porque la única inflación que ha tenido en la vida ha sido la literaria. Siempre se habría sentido como desubicado en esas lides porque desde entonces él sí que era un escritor. Nos veíamos poco, pero nunca lo sentí lejos, aunque nos separaban las distancias yo hablaba con él en silencio releyendo su Almacén de invierno, libro breve, espontáneo, ingenuo pero intenso.

 

Estoy convencido que Ricardo Ayllón tenía un cierto grado de irresponsabilidad para publicar profusamente y ser escritor, sin embargo me ha enseñado tanto siendo el más honesto de los escritores con los cuales he tenido la fortuna de encontrarme en mi vida, él me demostró decidido que había en mí algo explotable literariamente. Me enseñó que con las palabras se podía hacer lo que a uno le diera la gana, que uno debía escribir a pesar de todo.

 

En cada estadía temporal que tuvo en Chimbote recorríamos las pocas librerías de viejo que hay en esa ciudad y de cuando en cuando con total naturalidad robamos algún libro a los dependientes. Acostumbrado ya a su espíritu inquieto y algo díscolo alguna vez planeamos pintar unos mausoleos con nuestros nombres y fotografiarnos frente a ellos en el cementerio Divino Maestro, pero por suerte del destino reculamos con otros tres locos en la cebichería El Carro Hundido y luego de consumir más de lo necesario salimos volando ebrios sin pagar la cuenta.

 

Cómo olvidar que en unos de esos viajes esporádicos a Chimbote me dio un curso completo de teoría literaria (a pesar que no había leído a Wellek y Warren) a base de gritos y a punto de ron y café al lado de los poetas chimbotanos en esas cantinas del Progreso (con Antonio Salinas esa vez, otra de esas raras especies que orbitaban la vida literaria con ese fervor que sólo se ve en los iniciados).

 

Cuántas veces al borde de la madrugada, luego de la presentación de algún libro o revista, en esos cuchitriles de mala muerte adonde íbamos a caer con toda una jauría de poetas, bohemios, pintores, periodistas o curiosos -compartiendo las mesas con putitas, cafiches, rufianes o maricas borrachos-, cuando las cervezas y la fragosa noche habían evaporado el resto de cordura que aún nos quedaba, trató de convencerme a cachetada limpia que yo sí era un escritor y que si no escribía literalmente me agarraría a tiros. Yo le decía tembloroso: “sí, maestro”.

 

Fue en la celebración del segundo o tercer año de la creación de El Universalismo -movimiento literario de pretensiones no sólo capitalinas sino universales, por ello bautizado así-, que él y otros desaforados crearon editando una revistita del mismo nombre, en que me hizo édito, luego de largas lecciones de obstinación. Lo cierto es que, sin su amparo, sería hoy alguien totalmente inédito. Sin duda el mejor profesor que jamás tuve, incluso en la universidad.

 

 Lo consideré como un padre literario, como un hermano mayor, como un guía no sólo porque me inició en la literatura sino por esa “primera vez en Tres Cabezas” que contó con todo su aderezo en una crónica de un diario de la ciudad y recopiló en su Monólogos para Leonardo su libro de crónicas periodísticas, pues (para desmentir) una joven y bellísima prostituta me juró que con ella se iba a casar, que le había prometido montar una empresa de esa laya con sucursales por todo el litoral peruano e incluso parte de Chile o el Ecuador, con la pericia que ella tenía para los negocios, sólo para que él se dedique a escribir y ella a administrar misma matrona mona del principal y más grande prostíbulo del Perú que era el proyecto y que se llamaría Gran Chimú y sucursales S.A o algo parecido. Al salir pregunté a Ricardo sobre tal proyecto y él me aseguró que ella le daba ideas magistrales para sus poemas, le contaba toda suerte de bosquejos para cuentos, historias y habladurías de toda índole. Era su musa.

 

Sin duda ha sido el amigo más entrañable que he tenido y el entrañablemente más amigo de todos mis amigos, pues lejos de codicias literarias él mismo me aconsejó venirme a Lima y tratar de ser escritor aquí. Sucesos que ahora pasados los años ya lo tenemos bien claro.

 

Nuestra amistad ha resistido lo mismo a los silencios y ausencias que a la ciudad de Lima. Más de una vez hemos coincidido algún retorno transitorio a Chimbote, y conversando sin dormir durante todo el viaje de madrugada he palpado su acentuado miedo a morir en un accidente. Hemos hablado de literatura sin respirar todo el trayecto. Una vez en una eufórica petición me rogó llorando con las manos desesperadas agarrando las solapas de mi chaqueta que le diga por favor ahora que íbamos morir y que era la última vez que hablábamos cuál era el poema suyo de A la sombra de todos los espejos, su antología personal, que mejor me parecía, si han sido o no regados con el veneno diluyente de la literatura; le dije que sería imposible que el destino dispusiera que murieran “dos escritores” juntos sobre todo por ser contemporáneos, amigos y además paisanos. No le dije que en toda su obra hay poemas que seducen por su elaboración exacta y por los destellos que entregan al lector pues en ese preciso momento lo he escuchado recitar en latín jurídico transpirando a chorros de puro miedo cuando a chasquidos el motor se atoraba, roncaba, tambaleaba todo el ómnibus por las curvas de Pasamayo.

 

Lector polígamo y voraz, Ricardo era el único amigo mío del que para recuperar un libro prestado debía de llevarle otro que sea más exquisito que el anterior. Así fuimos explayando nuestra amistad tanto en Chimbote como en la capital, intercambiando libros, leyendo y cultivando esa fraternidad tan honda como nuestra.

 

Hace poco lo veía seguido; tan sólo hace unas semanas, en su última visita relámpago a Chimbote como premonición a todo lo que le acontece ahora, subió a una mesa y gritó: ¡viva la vida, carajo! Y qué decir si Ricardo ha seguido batallando desde sus escarceos contra la desidia, los codazos, las dentelladas y traspiés de la vida literaria de este país tanto con sus antologías (suyas como ajenas), El Ornitorrinco su esporádica revista por Internet y otras mil cosas.

 

Ahora está allí unido a la vida por esas tres o cuatro sondas en una Sala de Cuidados Intensivos de un Hospital limeño, pero no lo siento lejos, quiero imaginar que ha sido producto de una de sus bromas, de un sumernage literario por pretender terminar cuanto antes como siempre los veinte escritos entre cartas, crónicas, artículos, entrevistas, dos novelas o varios poemarios y no porque ha sido atropellado por un camión atiborrado de cañas de azúcar allí en la Panamericana Norte cuando intentaba cruzar de madrugada la pista, y, cumplir con esos, los siete o diez trabajos que desempeña para así sustentar estrictamente de la literatura esa babilónica familia que tiene alojada allí en su casa de San Miguel y que sostiene como todo buen director de orquesta, y, prefiero pensar que va ha despertar de pronto con esa sonrisa radiante del amigo de aquel entonces, desde antes y para siempre, que ha sido desde el primer momento: imitando, recitando, contando nuevos mundos e historias; no vaya a ser que, por un cierto problema de conciencia al estar burlando a la gente y sacándole el cuerpo a todos nosotros para contar sus historias, se nos muere el preciso día de su cumpleaños y decide contarle historias al bueno de San Pedro, y, nosotros, nos quedamos con esa tristeza solitaria y el poderoso vacío que deja un amigo entrañable y querido.

 

 

 

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