Pablo Guevara Miraval
(1930- 2006), fue un apasionado del cine, pero sobre todo, un destacado
poeta de la Generación del 50, esa estirpe de literatos peruanos que,
aunque un tanto olvidada sigue cosechando discípulos. Cómo olvidar ese
poema Mi padre, un zapatero de Retorno a la creatura,
(Madrid 1957), que había leído en una antología cuando yo aun estaba en
el colegio y no me imaginaba que algún día conversaría,
estrecharía la mano y haría buenas migas con el poeta. El poema inicia:
“Tenía un gran taller. Era parte del
orbe.
Entre cueros y gritos y sueños y
zarpazos
él cantaba y cantaba o se ahogaba en la
vida.”
Cuando lo conocí en la
Universidad de San Marcos, lo espiaba de lejos; pero poco a poco me fui
acercando y cierta vez con el poeta Bayona Mejía entramos como alumnos
libres a sus clases en las inmensas aulas de Letras. Navegando en el
patio y el amable licor como un reino sin fin.
Didáctico, ameno,
conversador y anecdótico dictaba el curso-taller de ‘teatro y guiones
literarios’ a unos cuantos muchachos que soñaban con adquirir sus
diplomas para cuanto antes hacerse profesores de literatura y que
distraídos por la fiebre del mundial de Francia 1998 escuchaban los
partidos por walkman, cuando declaró que no conseguía comprender
por qué en el Perú los autores (que venía de ‘autoridad’, nos dijo, lo
recuerdo muy bien) no eran estudiados ‘de la forma que deberían serlo’.
Fue bueno, y yo lo supe a pesar de las ruinas que alcancé a acariciar.
Desde aquel entonces
siempre me pregunté porque él no aparecería publicado en las revistas
literarias como La Gaceta del Fondo de Cultura Económica de
México o la célebre Sur o incluso en la prensa nacional, donde sí
se podía encontrar poemas o escritos de un Whesphalen, Ribeyro, Eielson,
Sologuren o Blanca Varela. Entre los poetas peruanos de esa
generación que tuve la suerte de conocer, él siempre tuvo ese carisma,
gracia, don o generosidad que no he sabido encontrar en otros a los
cuales he entrevistado u intimado; había ganado el Premio Nacional de
Poesía en 1954 y fue precisamente hasta ese año cuando ganó el
COPÉ de 1997 con Un iceberg
llamado Poesía, publicado al año siguiente por Petroperú, y, que es
una expresión de protesta y rebeldía ya que el silencio poético transita
por su obra desplazándose en la inmensidad de una tenebrosidad friolenta
y se estrella en colisión con ese ‘iceberg llamado poesía’. Fue pobre
como muchos, luego creció y creció rodeado de zapatos que luego fueron
botas.
Admirador de Juan Rulfo y del misterioso surrealista francés de origen
uruguayo el Conde de Lautréamont quien pretendía que la poesía fuera
obra de todos, el autor de Retorno a la creatura había
permanecido en una especie de cura de silencio, y, como Westphalen y
Eielson llevaba ya cerca de treinta años desde la publicación de su
último poemario. Muertos ya casi todos los poetas de su estirpe, él
esperaba que este siglo sea surrealista y surrealizante, capaz de
explorar los caminos aún vírgenes de hombres originales con nuevas
expresiones, y, más bien por ello en contrapartida a su silencio se
había entregado a la enseñanza confiado que en la juventud flameaba aún
la esperanza; por eso aleccionó hasta donde pudo en San Marcos cuando
sufrió hace poco ese último vahído ahí en plena clase. Gran monarca su
oficio, todo creció con él: la casa y mi alcancía y esta humanidad.
Y cabe señalar que
aquella su generación, más prudente que esta que renegó de algún laurel
que el poeta obtuvo, fue más bien partidaria de un mutismo locuaz entre
un poemario u publicación y otra; sin embargo en el mes de julio
recién pasado para el cierre de la XI Feria Internacional del Libro en
Lima, Pablo tenía mucha expectativa en conocer personalmente a cada uno
de los poetas jóvenes que publicaban el libro Generación del 2000?
[muestra de poesía joven] para el cual
escribió el prólogo y aceptó la presentación a la que no asistió
precisamente por problemas de salud. Algo fue muriendo, lentamente al
principio su fe o su valor, los frágiles trofeos, acaso su pasión.
Así mismo, una
declaración que hizo Pablo, conocido como el ‘Poeta joven del Perú’,
cuando fue invitado a la Feria del libro en México en el 2005 donde
nuestro país era el participante de honor, aludiendo quizá a un
Sthendal, un Faulkner o entre los poetas a un Juan Gelman, que lo habían
incluido “por viejo”: es decir por la perseverancia y con un tanto de
ironía afirmó que ese era su último viaje al extranjero y luego nomás ya
vendría uno más lejano. Por ahí sobrevive una foto con él, en la
celebración de una fiesta literaria. Algo se fue muriendo con esa gran
constancia del que mucho ha deseado. Y se quedó un día, retorcido en mis
brazos.
Su muerte ha provocado
una conmoción sentida de pesar y cariño en el ambiente cultural, una de
las más genuinas que hayan tenido lugar. Cuando supe por un e-mail
múltiple con carácter de urgencia que el paternal Pablo estaba muy
delicado de salud y que necesitaba donaciones de sangre, me dije que si
muriera perderíamos con él en estos taciturnos días algo que quizá ya no
vuelva a presentarse en nuestra vida de ‘escribas’ de esta tierra: la
honestidad literaria, el idealismo y la elegancia. Pablo ha muerto. Así
advierto a algunos años que tengo en esta ciudad de la que no puedo
escapar, que caen ciertas personas queridas que yo conocí: narradores,
poetas, amigos; ay, cómo se pasa la vida y cómo llega la muerte, tan
callando. Ahí estuve solo con él a las dos de la tarde junto a su
féretro en el salón de grados de La Casona: Raíz inolvidable quedó solo
y conmigo. Nadie estaba a su lado. Nadie.