Sentía mucha cólera porque no
dejaba de pensar en ti, Justina. Tú no me querías, al Mardonio sí. Me
despreciaste de la peor manera. De mi lado, riendo todavía, te fuiste
con él y cuando te estuve viendo se desaparecieron por los chirimoyos y
paltos, allá cerca al cementerio. Allí mismito te tumbó, Justina,
levantando tu pollera te dejaste besar y morder. Por eso pensaba en
ti...
A esas horas ya los rayos del
sol iban calentando la mañana, yo estaba piense y piense en ti,
Justina, en lo felices que íbamos a ser, mi mamita a veces se daba
cuenta de mi sufrimiento, pero no me decía nada, sólo me miraba un poco
contrariada. Esa mañana me había tocado arrear a los ganados a
Huamallog. Y mientras desataba la soga del toro Choloque yo seguía
pensando en ti, Justina, cuando en una de esas, como en un sueño nomás,
escuché –teg teg teg tegtereg– era la gallina negra de mi mamita que
estaba empollando desde hace una semana. El cacareo era como si viniera
del más allá, con un tono de burla y nostalgia a la vez. Allí mismito no
sé qué me pasó, sentí como si empezara a hervirme la sangre, empecé a
respirar con dificultad.
Entonces, me dije en
mis adentros – Justina, ¡Justinacha!, a mí no me quieres, pero al
retaco del Mardonio, sí. –Corrí tras la gallina con desesperación, como
si estuviera poseído por el mismito demonio que me gritaba
incansablemente a los oídos –¡Hazlo, Justina no te quiere, hazlo!–,
entonces la tomé entre mis brazos con avaricia, como si fueras tú
mismita, Justina; me percaté de que nadie me viera y empecé a hacerle
el amor. La gallina aleteaba con fuerza –¡teg teg teg tegtereg!–, su
diminuto cuerpo se retorcía y sus ojos se nublaban, pero eso sí, carajo,
no sé si era de placer o de dolor porque yo sólo pensaba en ti, Justina.
Después de un rato,
el aleteo ya era débil y moribundo, y en uno de esos, lanzó un último
cacareo y expiró, yo sólo atinaba a repetir – Justina, ¡Justinacha, tú
no me quieres, pero al retaco del Mardonio, sí!
Ella estaba entre mis
brazos, sin aliento, tibiecita, la sangre caliente aún recorría su
cuerpo. Recién tomé conciencia de lo que acababa de hacer, me asusté
demasiado, sentí como si mi alma se apartara de mi cuerpo. En ese
instante, sólo atiné a dejar a la gallina sobre un montón de leña y
corrí a buscar mi poncho y una soga, salí desesperado como el mismito
Judas, arreando mis animalitos.
Al mediodía, después de
dejar a mis ganados en el corral de alfalfa que teníamos en Huamallog,
llegué con mi atado de leña. Justo en ese instante, mi mamita llamó para
sentarnos a la mesa; era hora del almuerzo. Mi tayta, como de costumbre,
se sentó al medio, sobre un poyo grande, a los extremos, mis hermanitos
y yo.
Mamá nos sirvió muy
cariñosamente papas calientes, motecito de maíz y caldo de gallina. Mi
tayta inició el banquete con gran apetito, como gustando mucho de la
carnecita, yo sólo atinaba a observar maliciando lo que había pasado.
Mi mamita me miraba con
inquietante recelo.
-¿Qué te pasa Rómulo?, ¿por qué
no comes, hijito?, ¿acaso estás enfermo?
-No mamita, no estoy enfermo.
-Entonces…come hijito. Es la
gallina negra que estuvo empollando, se había muerto desangrada la
pobre…
Al escuchar a mi mamita, agarré
sin querer la cuchara y comencé a tomar el caldito, invadido,
inexplicablemente, por una sensación de repugnancia; de pronto, sentí
como si una corriente recorriera todo mi cuerpo, hasta mis entrañas
querían salirse. Mi mamita me había servido la rabadilla. Cerré los
ojos, y comencé a comer a grandes bocados.
Ahora, a decir verdad, ya me
olvidé de ti, Justina, pero ya no puedo olvidar a las gallinas. Con
decirte que ahora nos quedan sólo siete de las treinta que tenía mi
mamita. Es que, carajo, las gallinas se entregan a uno hasta la muerte;
pero las mujeres, se entregan sólo por un momento.