Constitución, mi niñez

 

 
La casa de mi niñez era un ciruelo especial.
Había cientos de frutales, un níspero aristocrático,
una higuera, un nogal, dos naranjeros tiznados,
eucaliptos milenarios, unos guindos vergonzosos,
y ciruelos, un millar;
pero el ciruelo más alto, el de los frutos pequeños,
amarillos y harinosos,
aquel del tronco más largo, más difícil de escalar,
me recibió en su regazo y me protegió del ogro.
Desde sus brazos podía recorrer cuatro costados
y jamás me prohibía que me amaran las estrellas,
porque en aquel tiempo había estrellas...
hoy,  ya no sé dónde están.

Al sur,
más allá de las costillas de los faluchos nacientes,
pasaba el río, tranquilo,
si era verano, furibundo
en el invierno.
Al norte,
delante del pino insigne,
la iglesia y el hospital sanaban de alma y de cuerpo
antes del viaje al oriente,
donde entre cerros hermanos se acostaba el cementerio.
Y frente a mí, al norponiente,
más allá de la ciudad,
un cerro inmenso y redondo que en su cima amarillenta,
el único árbol doblado se estaba riendo del viento que no pudo derribarlo.
Yo había pisado ese suelo y resistido aquel viento que
no te dejaba hablar, apenas, si respirar....
si lo seguías corriendo, eras capaz de volar.

 

Ese cerro me quería, pero yo le amaba más porque desde aquella cima
se podía ver el mar.


Hoy, mi ciruelo es cemento que sólo puede mostrar
un trozo de la serpiente recostada en el oriente.
Me tienta con fantasías sobre su cumbre y glaciar.
... pero me quedo aquí, inmóvil,
porque si el mundo es redondo,
un día el pasado vuelve...
y yo lo voy a esperar

 

 

 

 

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