Celedonio

 

A Rodrigo Vega Paulino, in memorian

 

Gustavo Tapia Reyes

 

 

T

e recuerdo Celedonio como ayer. Entonces apareciste en el aula con un corte de pelo hasta los hombros, camisa manga larga, pantalones ceñidos y zapatos guindas, que para nadie pasaste desapercibido. Habías llegado desde no se sabía dónde y nada más se conocía de ti, excepto que deseando ser profesional ansiabas estudiar y terminar pronto la carrera. Todos quedamos petrificados ante tu presencia, sin entender el por qué de ese desplazarte orondo, tan seguro, sin comprender ese impulso interior que te llevaba a mostrar que estabas entre nosotros, sin ser de nosotros.

Por supuesto, habías recorrido otros caminos. Eras un extraordinario concertista de arpa y yo lo supe mucho después, cuando en medio de mis novedades para hacerme tu amigo, te hablé en torno a  mi incurable afición por los micrófonos. “Qué bien -me dijiste dejándome sorprendido- puedes animar mis presentaciones. Ya tienes un trabajo, chibolo”. Así pasé a ser tu confidente, conociendo una parte de tu vida, sabiendo que cada fin de semana tenías tantas presentaciones en distintos locales de la ciudad, que resultaba imposible encontrarte, salvo en un escenario, entre las gentes que te aplaudían a rabiar, te pedían diversas canciones y danzaban sin descanso a tus compases, por más borracho que estuvieras.

En ello eras un campeón. Ninguno de nosotros conseguía igualar esa particularidad tuya para resistir litros y litros de cerveza. Asimilabas la agüita amarilla con una capacidad que hasta ahora me sorprende. A más borracho, mejor tocabas esa arpa que gracias a tus prodigiosas manos de pequeños dedos, que ni Anselmo ni nada, “hacías verdaderamente llorar recordando aquellos tiempos” conforme te decía mi viejo y esto que él no era de embriagarse; mientras yo, un aprendiz al lado tuyo, comenzaba a perder la ilación de cuánto decía, extraviándome en el desconcierto que se formaba en mi cabeza. Y tú, Celedonio Luján, nada solidario conmigo, continuabas bebiendo y bebiendo a la vez que asegurabas eso se había convertido en tu forma de vivir, no de estudiar, porque era ahí donde estabas perdiendo plata. Eso me decías hoy para, a la mañana siguiente, con la resaca martillándote las sienes, vengas a recomendarme que asista a clases, anote hasta la respiración de los profesores, pidiéndome luego que te preste mis apuntes. Por eso casi nadie te entendía, muchos te miraban como a un extraño insertado en un mundo de cuerdos, pocos intentaban comprender tus tendencias masoquistas.

Tu mayor desgracia, sin embargo, fue cuando te enamoraste de Kellyna. Por cierto, aquella era una mujer encantadora, con su esbeltez de cuerpo, sus achinados párpados, su delicada voz, pudo conquistaste (sin haber hecho nunca nada) en un abrir y cerrar de ojos. No sé qué te pasó ni qué es lo que te propusiste si bien sabías que ella no estaba sola, que tenía un novio cara de bebe a quien en el salón todos odiábamos. En silencio te fuiste enamorando, procurando serle agradable con ese singular trato que le dabas. Qué terrible, todo un caballero, qué problema ver a un individuo de toscas maneras, palabras gruesas y reclamos desaforados, cambiando a ser un tipo almidonado, un latin lover, alguien que en secreto le enviaba flores. Quién iba a pensar fuiste tú que durante todo un mes se encargó de atiborrar con tantos ramos el tocador de Kellyna, que hasta le recomendaron ponga un negocio, porque de hecho iban a continuar llegándole más y más flores. Un equívoco: a los quince días del siguiente mes te detuviste, Kellyna había cometido la burrada de decirte que no.

Entonces te desconociste. A tus borracheras habituales que incrementaste a varios días, le agregaste el vicio de fumar. Volviste a los cigarrillos por cajetillas, atosigándote hasta más no poder, como si buscaras remediar esa pena que por dentro te embargaba. “Tú no sabes el dolor que se siente de amar sin ser amado” me dijiste una vez y para serte sincero, me fue tan difícil comprenderte, porque ello podía esperarlo de otros sin experiencia, menos de ti que se había jactado siempre de tener un indestructible corazón de piedra. Aún así no pude eximirme que me enseñaras a fumar. Te imaginarás, yo un triste huevonauta empezando a probar al sabor del tabaco, sintiendo esa quemazón en la garganta, acostumbrándome a vomitarlo después de habérmelo tragado.

Pero Kellyna nunca se fijó en ti. Al contrario, varias veces llegó a humillarte delante de nosotros y otras tantas se reía cuando, viéndote borracho, estabas dispuesto a cortejarla. En realidad, haciendo un ajuste de cuentas, debo decirte que aspirabas demasiado. Cómo pudiste alucinar que una mujer de su nivel iba a fijarse en ti, no, nada de clase social ni que ocho cuartos, solo bastaba con emparentarte (aunque sea en broma) para de inmediato darnos cuenta que estábamos frente a una pareja conformada por la bella y la bestia, una reedición vernacular de ese famoso dúo.  Ella siempre tan femenina, de piel acanelada, de cabellos largos y maneras delicadas, frente a un hombre de andinos rasgos, de dientes disparejos, ancho de contextura y torpes movimientos. Inclusive, tan identificable era tu aspecto, que empezamos por apodarte  “Aguaruna”. 

En primera inspiración Aguaruna, Aguaruna por aquí, Aguaruna por allá y el desgraciado de Toñito se encargó de perfeccionarlo, de derivarlo hacia un más auténtico Indio, el indio Celedonio Luján en su pureza de sangre y raza, de haber sido explotado por los españoles, ahora viviendo una plena evolución jamás pronosticada por Darwin. Cuándo no Toñito riéndose a carcajadas en torno a que Chocano había escrito un poema en tu homenaje. Tú, ni la tos, continuabas empeñado en que alguna vez Kellyna pudiera descubrir que también suspirabas, que era ella la mujer que te arrancaba hondos pesares. No querías aceptar que hasta hicieras el ridículo.

De ahí que no resultó extraño decir que el cambio de peinado que te hiciste, obedecía más a un afán tuyo por impresionarla. Eras lacio de cabellos, “cabellos no, cerdas” decía Santiago, cuando una mañana apareciste luciendo un corte ondulado, bien arriba, con raya al costado y una sonrisa prefabricada, qué ingenuo: ocasionaste más hilaridad entre los compañeros. Dónde habían visto un indio con el pelo ensortijado, dónde habían encontrado a un autóctono con el cabello así, claro, solo en el aula de Kellyna, bella como siempre hasta el arrullo. Yo solía reírme también de ti, pero a escondidas y ya enfrente tuyo fingía respetar esa decisión, sin guardarme la opinión de cuánto me parecía una locura de tu parte prosigas consagrando tu vida a glorificarla. “No, me decías, aconséjame otra cosa, menos que la olvide”. Y yo sin entender ese amor tan enfermizo, pero nada, tenías los sentidos atrofiados y en las presentaciones públicas que daba nuestra alma máter, solías entonar canciones que sin tapujos se las dedicabas, importándote poco que ella no estuviera y, de estarlo, se haya hecho la sorda. Nadie pudo sacarte de esa obsesión y si bien llegaste a salir con Luisa, Eleonora, Adela, lo hiciste más por despecho que “por darte una nueva oportunidad”, según decías, tal vez para seguirnos engañando con aquello que para ti el amor era solo un interés de dos personas que, tarde o temprano, firman un contrato.

Así eras y así despertaste mi admiración, porque solías ser un hombre bastante generoso conmigo. Qué importaba si acaso nunca escuchabas mis consejos, porque igual me continuabas llevando a tus presentaciones, donde por solo anunciarte que “Ahora viene, señoras y señores, nada más y nada menos que Celedonio Luján y su arpa viajera, aplausos para él” me pagabas una buena suma, comida en cantidad, cervezas por litros, cigarrillos ni hablar, mujeres en bandeja de plata y con lazo incluido, además que ya borracho me hablabas de aquellos años de tu infancia en aquel pueblito enclavado en los andes, al cual en tu propia jerga llamabas Chicago Chico, donde solo entraban las grandes, no los chicos; me contabas tus años en el servicio militar como soldado raso, porque eras un rebelde de mierda (te presentaste al cuartel en una noche de copas) y por eso numerosas veces te enviaron a un oscuro calabozo, sin alimentos; aparte que nunca olvidabas mencionarme tu afición por los versos, hablándome de libros que tenías para darte a conocer, en medio de la vorágine ocasionada por tu arpa.

Claro, ese era Celedonio con los dedos sobre las cuerdas, arrancando melodías que hacían vibrar hasta las más gélidas almas. Ahí se encontraba tu campo, pese a que tú lo negabas, asegurando que eras un arpista por la necesidad de alimentarte, no los estudios en que a duras penas lograbas aprobar, once mínimo a cualquier precio, ansiando un título que muchas veces no te correspondía. Tampoco se te podía pedir más,  tu principal limitación consistía en que como te amanecías trabajando hasta los lunes (o a veces en cualquier día de la semana) difícil resultaba pudieses llegar temprano a clases. Igual, pedías permiso a los profesores y desesperado procurabas ubicarme, pues a decir verdad solo yo podía ayudarte durante las pruebas. Por eso me extrañó tu comportamiento posterior, ignorándome cuando fuiste considerado el arpista del año; cuando tomaste la decisión de ponerte al día en los cursos; cuando volviste a tener problemas sentimentales con aquella mujer que mucho más tarde –y creo yo, siempre por despecho– te  conseguiste. Algo se ocultaba bajo lo aparente, debido a que podría no ser un perfecto, mas nunca un desleal conforme los soplones del aula te habían dicho.

Lo sé, jamás necesitaste decírmelo. Ese rumor corrió con extrema velocidad: supuestamente en la fiesta de una promoción anterior, una vez estimulado por los tragos me lancé por enamorar a la dulce Kellyna, sí, la misma flaca por quien tú te venías muriendo, imagínate, tú y yo “hermanos”, de hecho hombre templado y celoso, creíste sin titubear, atribuyéndome en seguida un desplante más que te hizo en aquella noche. Nunca quisiste aceptar mi explicación que si bien estaba yo bebido, en ningún momento procuré enamorarla, cómo podía aspirar a tanto, sin tener los perfiles necesarios y cuando había rechazado ya a un gran arpista como tú. ¿Nunca me creíste? ¿Quién fue la malvada o el malvado que te sembró la duda? ¿Acaso jamás pude recuperar tu confianza?. Pienso en lo último, comenzaste enormemente a cambiar, separándote de ese amigo que supo escucharte y darte aliento en tus momentos álgidos, que supo insistir en la necesidad que te olvides de Kellyna, antes que nada por el bien de tu salud y porque resultaba inaudito creer que estarías a salvo de cualquiera de tus malditos arranques de hombre despechado, como te vino a suceder cuando hace solo unos días encontrándola en plena calle, te acercaste a saludarla y quisiste por favor te acompañase a disfrutar un jugoso de Chita, le rogaste, te humillaste (dime: ¿estabas ecuánime o borracho?), pero ella se volvió a negar por enésima vez, sin antes suponer que iba a convertirse en una víctima de los furiosos tijeretazos que hicieron añicos su larga y esponjosa cabellera, aparte de ocasionarle heridas profundas en su apetecible cuerpo, un ataque feroz del que nunca sabré cómo los transeúntes se compadecieron para defenderla.

Pudo más tu cólera contenida, la cojudez aquella de repetir que la vida te apestaba y por eso estás fugitivo, escondido no se sabe dónde, aparentemente te has vengado, mas lo que ignoras es que ahora soy un oficial asimilado a la policía, que sin perdonarte continuo siendo tu amigo y por lo tanto, me encargaré que tu nombre sea registrado en todas las dependencias del país como un elemento de alta peligrosidad, así es que deberás seguir huyendo por años, reactualizando tu expediente para que tu delito nunca prescriba, hasta que un día seas detenido y traído a una celda de esta cárcel, donde nadie te alcanzará siquiera un vaso con agua, por haber intentado matar a la mujer de mis sueños. 

 

 

 

Inicio