El
otro cielo del jueves
Para
Eleuterio Fabián Hurtado en la otra orilla de la vida...
Por
Róger E. Antón Fabián
I
El
hombre no tenía ya nada que ofertar y resolvió cantar sus sueños.
Era un incomprendido profesional de la somnolencia. Hábilmente
había dispuesto de toda suerte de intermitencias babilónicas a
fin de ceder ceremonioso día a día a esa infantil curiosidad
arqueológica. Cual si abriera el matutino se adentraba en una
selva tropical con aguaceros, entre lodazales y cumbres
arriscadas o hacía frente a aquellos jinetes que conquistaron el
pueblo; a excepción de ese jueves último que no tenía el
tiempo suficiente ni siquiera para soñar.
II
Tan
luego de engullirle un par de grageas molidas a sus aves domésticas,
abriéndoles el pico una por una en el corral, descansaba en su
hamaca y se disponía a echar una ojeada al crucigrama, y casi al
instante veía de reojo arribar al sabio marinerito cordobés de
chaqueta verde musgoso que se adentraba a eso de las cinco de la
tarde por el horizonte. Siempre a las cinco de la tarde porque el
sol estaba afilando un grisáceo destello, y, allá atrás, a lo
lejos, sonaban las campanas de aceradas voces del viejo reloj
municipal en medio de la plaza Concepción.
III
Luciano
se vio en duros aprietos al arreglar sus días como pudo. A fin
de aprehender la compensación en busca del tiempo empeñado:
seleccionó utensilios, se hizo tejer una hamaca, arrendó unos
gallos, tuvo que soportar con solemnidad las pendientes
insobornables de la apetencia, la sapiente metafísica del amor
conyugal; y aquella vez el boticario del pueblo debió de
prescribir las pócimas eficaces para regularizar su nuevo
entusiasmo.
La
gente del pueblo arrastraban resignados esa rutina de vida tan
pareja, que el trabajo, la vejez, el mundo y su curso debían de
ser más generosos que los días del viejo Luciano Santa; él toda
su vida había esperado soñarse salvando una tarde con arco iris
la pesadumbre del coste familiar. Hasta que sorprendió a todos,
porque de seguro en la decadencia de los sueños descubrió
dolorosamente postergada su ambición.
IV
Todos
sus sueños eran parecidos, como si de uno a otro no existiera
mayor diferencia; a veces advertía en mitad de uno, la
continuación del anterior, entonces lo reconstruía conquistando
otros rumbos y con los rezagos de los ingredientes conservados
edificaba otro. Fragmento por fragmento, a su exquisito modo.
Pero
esta vez quizá sabía que ese forastero cordobés venía a
solicitarle la modesta y decidida cuota adicional, para
unificarlo con los habitantes de ese otro cielo, pues ya sólo
ambos sentíamos la imperiosa necesidad de soñar.
Esta
vez el sueño no era el mismo. La otra tarde antes del último
intento había soñado caracolas marinas y eso le preocupaba,
pues era la comprensión de que le habían echado al cuello la
flamante cuerda de la desunión conyugal. Por ello desató
comarcas metafísicas para descubrir la hora absurda de los soñadores.
Se sintió el varón más desventurado de toda esta región
misteriosa.
V
Recordó
que cada tarde en las vagas sombras de la luz por terminar, antes
que el crepúsculo sea pronto noche, su mujer y él disfrutaban
por última vez el definitivo destello campestre que se
anticipaba a las estrellas amorosas. Hubo de agradarle más a la
imaginación que a los sentidos esa tristeza regada vagando por
los pasillos del insomnio soporífero, pues hojeaba el cielo sin
movimiento, el terror de la angustia.
Estoy
seguro que cuando trató de moverse sintió de pronto sorprendido
que alguien extendió una mano en la oscuridad de la tarde de
aquel jueves oloroso a tierra fresca, a camino lloviznado. Supo
entonces que el fin puede hacer regresar a la amorosa claridad
del principio del mundo, y, aquella, mi voz de niño vestido de
marinero cordobés y chaqueta verde musgoso se quedó sonando en
su oído como un arrullo inmortal para siempre.