Dos mugrosos niños juegan en la calle. Se mueven de un lado a
otro intentando tumbar con una canica de vidrio sus cachaquitos de plástico. Una
nube de polvo se levanta sobre ellos con cada movimiento brusco. El sol está
alto, muy alto.
-No seas picón,
ese cachaquito ya lo tumbé.
-¡Cuál! ¡Tas bien cojú! Este ni siquiera lo has tocado. Nomás lo voy a
acomodar bien. Además me toca tirar a mí.
-¡Me toca a mí, cojú!
-No, ya tiraste tú.
-¡Vete a la mierda, llorón, ese fue
sólo de práctica! Recién voy a tirar de verdad. Vas a ver cuántos cachaquitos
te tumbo de una sola lanzada. Te vas a ir llorando de aquí.
-¡Ya ves, tú, tú eres el picón!
-¡Fuera, llorón de mierda!
En las afueras del pueblo, la tierra
es removida centímetro a centímetro por palas y picos. En medio del desolado
paraje las sombras se agitan. Primero se abre un boquerón sobre la tierra. Despacio
muchachos, despacio, susurra alguien. Ayudados de brochas y escobines, unos hombres de mandiles blancos se abren paso
lentamente hacia lo más oscuro de la tierra. Llega la impaciencia, la
desesperación, el temblor en los cuerpos.
-¿Cuántos cachaquitos me vas ganando?
-No sé, varios.
-Dime pe. ¿Cuántos me vas ganando?
¿Cuántos tienes en tu bolsillo?
-No sé, muchos, ahora déjame tirar
la bola que me toca.
-Dime pe, quiero saber cuántos
cachaquitos te he matado.
-Ya, después.
-Oye...
-¡Qué!
-Sabes contar, ¿no?
-¡Claro qué sé contar!
-Entonces dime cuántos te he matado.
-Ya cojú,
juega nomás, igual te voy a ganar.
-¡No sabes contar!
-¡Y tú no sabes ni leer! Te he visto
llorando cada vez que la monja te manda a leer. ¡Me das pena llorón de mierda!
La tierra es removida centímetro a centímetro
hacia la oscuridad. Ya se ve algo, un indicio, algo. “Prepara la
cámara”, susurra un periodista a su fotógrafo. Adentro. Más adentro. Más
desesperación. Un frío sudor recorre la frente del fiscal. Los policías esperan
en silencio. Los forenses trazan sus cuadernos de códigos y preparan sus
cámaras fotográficas.
-¡Qué buen tiro! ¿Viste? Me tumbé
tres cachaquitos de una nomás.
-Bah, suertudo. Ya nunca más te va a salir igual. Ahora me toca a
mí, te voy a dejar sin cachacos, vas a ver.
-Ah, pendejo
de mierda, te vas a quedar llorando como mamacha.
-¡Quién habla de llorar! Tú todavía,
enano llorón de mierda, te he visto moqueando cada vez que alguien te pregunta
por el tayta y la mamá.
-¿Y tú, no...?
-¿Yo? Yo nunca lloro, tas bien cojú, los hombres no lloran por nada.
-A veces me acuerdo cuando...
-¡Cállate! ¡Te cortaré los huevos si
sigues hablando! Él nunca lloró.
-Sí, el papá no, pero esa vez...
-¡Cállate mierda! Nunca. Ni siquiera
cuando se lo llevaron.
-Pero...
-Qué te vas a acordar eras muy chiquito.
Ya, huevón, juega nomás y no hables mucho. ¡Enano llorón!
Allí están. Las brochas ya se han
detenido. Las palas guardan quietud. Una primera cámara fotográfica ha hecho
clic, las otras la siguen. Clic. Clic.
Clic. Clic. Clic. Una madre se ha desmayado, las otras miran nomás.
Los perros se agitan con el olor de la carne putrefacta. Ha llegado el
silencio, el silencio más espantoso, el que hace cerrar los ojos fuerte, tan
fuerte que aprieta el pecho hasta hacerlo reventar.
-¡Lanzo la bola un vez más y te quedas sin ningún cachaquito!
¡Con esta ya te gané enano llorón!
- Ya no me digas así.
-¿Qué dices? ¡Enano llorón! Me das
risa, eres como todos los del pueblo. Lloras por todo. Ahora voy a tirar.
-¡No vale! ¡Ya tiraste dos veces
seguidas, no seas vivo!
-¡Es que hiciste mucho polvo pe,
enano! Voy lanzar otra vez. No vi donde cayó la bola.
El polvo lo tapó todo.
-¡No vale! ¡No vale! Me toca a mí.
-Está bien, juega nomás, pero igualito
te voy tirar al suelo todos tus cachaquitos. ¡Ya juega nomás, enano llorón!
-Te he dicho que ya no me digas así.
-¿Qué? ¿Te vas a poner a llorar
ahora? ¡Enano llorón! Cada vez que la madre superiora te dice algo te quedas
llorando, cuando los otros te joden también lloras, por todo lloras, me
aburres, pareces mujercita, hasta cuando la Justina te requinta por algo
lloras. Llorón de mierda. ¿Ahora también te vas a poner a llorar?
-¡Tú eres el llorón de mierda! ¡Tú lo eres, tú eres el llorón de mierda... ¡Lloras como
papá!
-¿Qué dices? ¡Qué has dicho enano
mierda!
-Tú eres el llorón. Lloras como papá
esa vez... Despacito, con las lágrimas en la cara, pero calladito nomás.
-¡Calla mierda! ¿Qué hablas? No
sabes lo que dices.
-Me acuerdo que tenía los ojos
mojados. Lloraba. Tú también. Lloraste igualito. Recuérdate, cuando me jalabas
de la mano a escondernos tu también llorabas, calladito nomás.
-¡Qué sabes tú! No sabes nada. El
papá sólo gritaba “escóndanse cojús,
corran”. Él no lloraba. Él no lloraba nunca.
-Sí lloraba, lloraba de miedo como
tú.
-Huevón de mierda. No puedes
acordarte, eras chiquito. No sabes, nos hubieran llevado como a todos los
demás. Pero él no lloraba de miedo, no le tenía miedo a nada, ni siquiera a
esos sinchis de mierda.
-Yo tampoco les tengo miedo.
-Ya ves, no sabes nada.
-¿Estás llorando?
-No. Tas cojúo.
-Tus ojos...
-Ya ves, no sabes nada, enano de
mierda. Juega antes que se haga de noche. Todavía podemos jugar una más si te
apuras, una más antes de que se haga oscuro todo.
Oscuridad. Allí están, en la
oscuridad más negra que las sombras. Son ellos. Apestan. Son ellos en el fondo,
sobre la tierra húmeda. Huesos y más huesos, huesos y balas, más balas, y más. Decenas
de cráneos. Cientos de piernas y costillas. Clic. Falanges y clavículas. Clic.
balas y balas. Clic... Allí están los cráneos agujereados, aún sudan frío. Allí
están las mandíbulas rotas; cuando el fiscal ordena apresarlas en sacos aún
tiemblan de horror, aún claman: “perdónanos tayta,
no hemos hecho nada, perdónanos tayta”. Uno
de los hombres de mandiles blancos ha soltado la escobilla exhausto.
Mañana será otro día para saber quién es quién y codificar los hallazgos.
Un tenue rojo se arrastra por los tejados del pueblo. Y los
niños aún juegan con sus cachaquitos de plástico. Ha llegado la jugada final de
la tarde. Se lanza la canica. El dedo índice y el pulgar se separan, la canica
vuela, la mano se abre como unas alas diciendo adiós. La esfera de vidrio rueda
lentamente en el aire. Hay una nube azul adentro y unas chispas plateadas con
unos trazos de color verde. Paraíso de vidrio. La esfera cae. Un suave cráter
se ha formado sobre la tierra. Se levanta una leve estela de polvo. La canica
rueda despacio, dudosa, hacia el último soldadito de plástico que espera firme
sobre la tierra. Es un golpe suave, tímido, un roce sobre la parte más
inestable del guerrero. Primero es un tambaleo. Un vaivén hacia la derecha,
luego a la izquierda. Cuando parecía que el juguete iba a resistir el golpe ha
mellado. Es una caída lenta y simple, de plástico.
Ambos niños se levantan. Uno limpia
el polvo de sus pantalones. El otro celebra su victoria cantando con euforia
aquella arenga que alguna vez se escuchó por las calles del pueblo: Ma-ta-re-mos-a-te-rru-cos.
En-sus-crá-neos-chi-che-mo-lle-to-ma-re-mos. Ma-ta-re-mos-a-te-rru-cos. En-sus-crá-neos-chi-che-mo-lle-to-ma-re-mos.
¡Ra-ra-ra!
El más pequeño lo mira aburrido, mientras quita más polvo de su cuerpo,
luego se anima a hablar: No cantes eso, huevón, la madre te va escuchar.
Con los gritos ha salido a la puerta
la directora del orfanato, una monja canadiense. Ahora los llama muy molesta.
Ambos se acercan en silencio. El mayor le dice susurrando al otro:
-¡Ya nos jodimos, enano! Vamos a
tener que rezar ahora toda la noche, por todos, por los vivos, por los muertos,
hasta por los que están en el cielo.
-¿Mil padrenuestros?
-Por todos. Hasta por tus
cachaquitos de plástico. ¿Qué, no quieres? Igualito tenemos que rezar, enano,
sino la monja nos manda a dormir sin comer.
-Oye, tú crees... ¿Crees que estos cachaquitos de plástico...?
-¿Qué?
-Crees que al cielo...
-¡Qué! ¡Habla enano llorón!
-Los cachaquitos pe. ¿Crees que
vayan al cielo?