Los cachaquitos no van al cielo

 

Al general Pedro Villanueva

 

 

Dos mugrosos niños juegan en la calle. Se mueven de un lado a otro intentando tumbar con una canica de vidrio sus cachaquitos de plástico. Una nube de polvo se levanta sobre ellos con cada movimiento brusco. El sol está alto, muy alto.

-No seas picón, ese cachaquito ya lo tumbé.

-¡Cuál! ¡Tas bien cojú! Este ni siquiera lo has tocado. Nomás lo voy a acomodar bien. Además me toca tirar a mí.

-¡Me toca a mí, cojú!

-No, ya tiraste tú.

-¡Vete a la mierda, llorón, ese fue sólo de práctica! Recién voy a tirar de verdad. Vas a ver cuántos cachaquitos te tumbo de una sola lanzada. Te vas a ir llorando de aquí.

-¡Ya ves, tú, tú eres el picón!

-¡Fuera, llorón de mierda!

 

En las afueras del pueblo, la tierra es removida centímetro a centímetro por palas y picos. En medio del desolado paraje las sombras se agitan. Primero se abre un boquerón sobre la tierra. Despacio muchachos, despacio, susurra alguien. Ayudados de brochas y escobines, unos hombres de mandiles blancos se abren paso lentamente hacia lo más oscuro de la tierra. Llega la impaciencia, la desesperación, el temblor en los cuerpos.

 

-¿Cuántos cachaquitos me vas ganando?

-No sé, varios.

-Dime pe. ¿Cuántos me vas ganando? ¿Cuántos tienes en tu bolsillo?

-No sé, muchos, ahora déjame tirar la bola que me toca.

-Dime pe, quiero saber cuántos cachaquitos te he matado.

-Ya, después.

-Oye...

-¡Qué!

-Sabes contar, ¿no?

-¡Claro qué sé contar!

-Entonces dime cuántos te he matado.

-Ya cojú, juega nomás, igual te voy a ganar.

-¡No sabes contar!

-¡Y tú no sabes ni leer! Te he visto llorando cada vez que la monja te manda a leer. ¡Me das pena llorón de mierda!

 

La tierra es removida centímetro a centímetro hacia la oscuridad. Ya se ve algo, un indicio, algo. “Prepara la cámara”, susurra un periodista a su fotógrafo. Adentro. Más adentro. Más desesperación. Un frío sudor recorre la frente del fiscal. Los policías esperan en silencio. Los forenses trazan sus cuadernos de códigos y preparan sus cámaras fotográficas.

 

-¡Qué buen tiro! ¿Viste? Me tumbé tres cachaquitos de una nomás.

-Bah, suertudo. Ya nunca más te va a salir igual. Ahora me toca a mí, te voy a dejar sin cachacos, vas a ver.

-Ah, pendejo de mierda, te vas a quedar llorando como mamacha.

-¡Quién habla de llorar! Tú todavía, enano llorón de mierda, te he visto moqueando cada vez que alguien te pregunta por el tayta y la mamá.

-¿Y tú, no...?

-¿Yo? Yo nunca lloro, tas bien cojú, los hombres no lloran por nada.

-A veces me acuerdo cuando...

-¡Cállate! ¡Te cortaré los huevos si sigues hablando! Él nunca lloró.

-Sí, el papá no, pero esa vez...

-¡Cállate mierda! Nunca. Ni siquiera cuando se lo llevaron.

-Pero...

-Qué te vas a acordar eras muy chiquito. Ya, huevón, juega nomás y no hables mucho. ¡Enano llorón!

 

Allí están. Las brochas ya se han detenido. Las palas guardan quietud. Una primera cámara fotográfica ha hecho clic, las otras la siguen. Clic. Clic. Clic. Clic. Clic. Una madre se ha desmayado, las otras miran nomás. Los perros se agitan con el olor de la carne putrefacta. Ha llegado el silencio, el silencio más espantoso, el que hace cerrar los ojos fuerte, tan fuerte que aprieta el pecho hasta hacerlo reventar.

 

-¡Lanzo la bola un vez más y te quedas sin ningún cachaquito! ¡Con esta ya te gané enano llorón!

- Ya no me digas así.

-¿Qué dices? ¡Enano llorón! Me das risa, eres como todos los del pueblo. Lloras por todo. Ahora voy a tirar.

-¡No vale! ¡Ya tiraste dos veces seguidas, no seas vivo!

-¡Es que hiciste mucho polvo pe, enano! Voy lanzar otra vez. No vi donde cayó la bola. El polvo lo tapó todo.

-¡No vale! ¡No vale! Me toca a mí.

-Está bien, juega nomás, pero igualito te voy tirar al suelo todos tus cachaquitos. ¡Ya juega nomás, enano llorón!

-Te he dicho que ya no me digas así.

-¿Qué? ¿Te vas a poner a llorar ahora? ¡Enano llorón! Cada vez que la madre superiora te dice algo te quedas llorando, cuando los otros te joden también lloras, por todo lloras, me aburres, pareces mujercita, hasta cuando la Justina te requinta por algo lloras. Llorón de mierda. ¿Ahora también te vas a poner a llorar?

-¡Tú eres el llorón de mierda! ¡Tú lo eres, tú eres el llorón de mierda... ¡Lloras como papá!

-¿Qué dices? ¡Qué has dicho enano mierda!

-Tú eres el llorón. Lloras como papá esa vez... Despacito, con las lágrimas en la cara, pero calladito nomás.

-¡Calla mierda! ¿Qué hablas? No sabes lo que dices.

-Me acuerdo que tenía los ojos mojados. Lloraba. Tú también. Lloraste igualito. Recuérdate, cuando me jalabas de la mano a escondernos tu también llorabas, calladito nomás.

-¡Qué sabes tú! No sabes nada. El papá sólo gritaba “escóndanse cojús, corran”. Él no lloraba. Él no lloraba nunca.

-Sí lloraba, lloraba de miedo como tú.

-Huevón de mierda. No puedes acordarte, eras chiquito. No sabes, nos hubieran llevado como a todos los demás. Pero él no lloraba de miedo, no le tenía miedo a nada, ni siquiera a esos sinchis de mierda.

-Yo tampoco les tengo miedo.

-Ya ves, no sabes nada.

-¿Estás llorando?

-No. Tas cojúo.

-Tus ojos...

-Ya ves, no sabes nada, enano de mierda. Juega antes que se haga de noche. Todavía podemos jugar una más si te apuras, una más antes de que se haga oscuro todo.

 

Oscuridad. Allí están, en la oscuridad más negra que las sombras. Son ellos. Apestan. Son ellos en el fondo, sobre la tierra húmeda. Huesos y más huesos, huesos y balas, más balas, y más. Decenas de cráneos. Cientos de piernas y costillas. Clic. Falanges y clavículas. Clic. balas y balas. Clic... Allí están los cráneos agujereados, aún sudan frío. Allí están las mandíbulas rotas; cuando el fiscal ordena apresarlas en sacos aún tiemblan de horror, aún claman: “perdónanos tayta, no hemos hecho nada, perdónanos tayta”. Uno de los hombres de mandiles blancos ha soltado la escobilla exhausto. Mañana será otro día para saber quién es quién y codificar los hallazgos.

 

Un tenue rojo se arrastra por los tejados del pueblo. Y los niños aún juegan con sus cachaquitos de plástico. Ha llegado la jugada final de la tarde. Se lanza la canica. El dedo índice y el pulgar se separan, la canica vuela, la mano se abre como unas alas diciendo adiós. La esfera de vidrio rueda lentamente en el aire. Hay una nube azul adentro y unas chispas plateadas con unos trazos de color verde. Paraíso de vidrio. La esfera cae. Un suave cráter se ha formado sobre la tierra. Se levanta una leve estela de polvo. La canica rueda despacio, dudosa, hacia el último soldadito de plástico que espera firme sobre la tierra. Es un golpe suave, tímido, un roce sobre la parte más inestable del guerrero. Primero es un tambaleo. Un vaivén hacia la derecha, luego a la izquierda. Cuando parecía que el juguete iba a resistir el golpe ha mellado. Es una caída lenta y simple, de plástico.

Ambos niños se levantan. Uno limpia el polvo de sus pantalones. El otro celebra su victoria cantando con euforia aquella arenga que alguna vez se escuchó por las calles del pueblo: Ma-ta-re-mos-a-te-rru-cos. En-sus-crá-neos-chi-che-mo-lle-to-ma-re-mos. Ma-ta-re-mos-a-te-rru-cos. En-sus-crá-neos-chi-che-mo-lle-to-ma-re-mos. ¡Ra-ra-ra! El más pequeño lo mira aburrido, mientras quita más polvo de su cuerpo, luego se anima a hablar: No cantes eso, huevón, la madre te va escuchar.

Con los gritos ha salido a la puerta la directora del orfanato, una monja canadiense. Ahora los llama muy molesta. Ambos se acercan en silencio. El mayor le dice susurrando al otro:

-¡Ya nos jodimos, enano! Vamos a tener que rezar ahora toda la noche, por todos, por los vivos, por los muertos, hasta por los que están en el cielo.

-¿Mil padrenuestros?

-Por todos. Hasta por tus cachaquitos de plástico. ¿Qué, no quieres? Igualito tenemos que rezar, enano, sino la monja nos manda a dormir sin comer.

-Oye, tú crees... ¿Crees que estos cachaquitos de plástico...?

-¿Qué?

-Crees que al cielo...

-¡Qué! ¡Habla enano llorón!

-Los cachaquitos pe. ¿Crees que vayan al cielo?

 

 

 

 

INICIO