Corriente alterna
Por
Octavio Paz
La semilla
Las
obras de las grandes civilizaciones históricas, sin excluir a las de la
América precolombina,
pueden despertar en nosotros admiración, entusiasmo y aún arrobo pero nunca
nos impresionan como un arpón esquimal o una máscara del Pacífico. Digo impresionan, no sólo en el sentido
de ser algo que nos causa una emoción sino en el de la “huella o marca
que una cosa deja en la otra al apretarla”. El contacto es físico y la
sensación se parece a la congoja. El espacio exterior o interior, el más
allá o más acá, se manifiesta como peso y nos oprime. La obra es un
bloque de tiempo compacto, tiempo que no transcurre y que, a pesar de ser
intangible como el aire o el pensamiento, pesa más que una montaña. ¿Es
la antigüedad, la carga de milenios acumulada en un poco de materia? No
lo creo. Las artes de los llamados primitivos (hay que resignarse a usar
ese término) no son las más antiguas. Aparte de que muchos de esos objetos
fueron creados apenas ayer, no me atrevería a llamar primitivo al arte
más antiguo de que tenemos noticia: el del período paleolítico. Los
animales pintados en las cavernas de España, Francia y otros lugares se
parecen, si tienen parecido con algo, a la gran pintura figurativa que
decora los muros de templos y palacios de las épocas clásicas. Y no sólo
por su forma sino por su función: la hipótesis que veía en esas figuras
representaciones mágicas, alusiones a ritos de caza, cede hoy el sitio a
la idea de que se trata de una pintura religiosa, a un tiempo naturalista
y simbólica. Para un especialista como André Leroi-Gourham esas cavernas
son una suerte de catedrales del hombre del paleolítico. No, el tiempo de
que son cifra viviente las creaciones de los primitivos, no es la
antigüedad; mejor dicho, esas obras revelan otra antigüedad, un tiempo
anterior a la cronología. Anterior a la idea misma de antigüedad: el
verdadero tiempo anterior, aquel que siempre está antes, cualquiera que sea el momento en que acaece. Una
muñeca hopi o una pintura navajo no son más antiguas que las cuevas de
Altamira o Las caux: son anteriores.
La obra
del primitivo revela el tiempo de antes. ¿Cuál es ese tiempo? Es casi
imposible describirlo con palabras y conceptos. Yo diría es la
metáfora original. La semilla primera en la que todo lo que será
más tarde la planta —raíces, tallo, hojas, frutos y la final pudrición—
vive ya con una vida no por futura menos presente. El tiempo de antes es
el de la inminencia de un presente desconocido. Y más exactamente: es la
inminencia de lo desconocido —no como presencia sino como espectación y
amenaza, como vacío. Es la irrupción del ahora en el aquí, el presente en
toda su actualidad instantánea y en toda su virtualidad vertiginosa y
agresiva: ¿qué esconde este minuto? El presente se revela y oculta en la
obra del primitivo como en la semilla o en la máscara: es lo que es y lo
que no es, la presencia que está y no está ante nosotros. Este presente
nunca sucede en el tiempo histórico o lineal; tampoco en el religioso o
cíclico. En el tiempo profano y en el sagrado los intermediarios —sea el
dios o el concepto, la fecha mítica o la manecilla del reloj— nos
preservan del zarpazo del presente. Entre nosotros y el tiempo bruto hay
algo o alguien que nos defiende: el calendario abre una vía en la
espesura, hace navegable la inmensidad. La obra del primitivo niega la fecha
o, más bien, es anterior a toda fecha. Es el tiempo anterior al antes y
al después.
La semilla es la metáfora
original: cae en el suelo, en una hendidura del terreno, y se nutre de la
substancia de la tierra. La idea de caída y la de espacio desgarrado son
inseparables de nuestra imagen de la semilla. Si pensamos el tiempo
animal como un (presente sin fisura —todo es un ahora inacabable— el
tiempo humano se nos aparece como un presente escindido. Separación,
ruptura: el ahora se abre en antes y después. La hendidura en el tiempo
anuncia el comienzo del reinado del hombre. Su manifestación más perfecta
es el calendario; su objeto no es tanto dividir al tiempo como trazar
puentes entre el precipicio del ayer y el del mañana. El calendario
nombra al tiempo y así, ya que no puede dominarlo del todo, aleja al presente. La fecha
encubre el instante original, verdadero origen de los tiempos: ese
momento en que el primitivo, al sentirse fuera del tiempo animal o natural,
se palpa como extrañeza y caída en un ahora literalmente insondable. A
medida que el hombre se interna en su historia, la hendidura se hace más
grande y más honda. Calendarios, dioses y filosofías caen, uno a uno, en
el gran agujero. Suspendidos sobre el hoyo, hoy la caída nos parece
inminente. Nuestros instrumentos pueden medir al tiempo pero nosotros ya
no podemos pensarlo: se ha vuelto demasiado grande y demasiado pequeño.
La obra del primitivo nos
fascina porque la situación que revela es análoga, en cierto modo, a la
nuestra: el tiempo sin intermediarios, el agujero temporal sin fechas. No
tanto el vacío como la presencia de lo desconocido, inmediato y brutal.
Durante milenios lo desconocido tuvo un nombre, muchos nombres: dioses,
cifras, ideas, sistemas. Hoy ha vuelto a ser el agujero sin nombre, como
antes de la historia. El principio se parece al fin. Pero el primitivo es
un hombre menos indefenso, espiritualmente, que nosotros. Apenas cae en
el hoyo, la semilla rellena la hendidura; y; se hincha de vida. Su caída
es resurrección: la desgarradura es cicatriz y la separación, reunión.
Todos los tiempos viven en la semilla. Un himno funerario pigmeo—para mi
gusto de una hermosura más punzante que gran parte de nuestra poesía
clásica— expresa mejor que cualquier disquisición esta visión global en
la que caída y resurrección son simultáneas:
El
animal nace, pasa, muere.
Y es e1
gran frío,
El gran
frío de la noche, lo negro.
El
pájaro pasa, vuela, muere.
Y es el
gran frío,
El gran
frío de la noche, lo negro.
El pez
huye, pasa, muere.
Y es el
gran frío,
El gran
frío de la noche, lo negro.
El
hombre nace, come, duerme.
Y es el
gran frío,
El gran
frío de la noche, lo negro.
El cielo
se enciende, los ojos se apagan,
Brilla
el lucero.
Abajo el
frío, la luz arriba.
Pasó el
hombre, el preso está libre, Se disipó la sombra ...
Primitivos y bárbaros
El poema
o la escultura del primitivo es la semilla henchida, la plétora de
formas: nudo de tiempos, lugar de reunión de todos los puntos del
espacio. Me pregunto si la famosa escultura de Coatlicue que se encuentra
en nuestro Museo Nacional, enorme piedra repleta de símbolos y atributos,
no merecería el calificativo de primitiva —aunque pertenezca a una época
histórica bien determinada—. No: se trata de una obra más bien bárbara,
como muchas de las que nos dejaron los aztecas. Bárbara porque no tiene
la unidad del objeto primitivo, que nos presenta la realidad
contradictoria como una totalidad instantánea, según se ve en el poema
pigmeo; bárbara asimismo porque ignora la pausa, el espacio vacío, la
transición que de un estado a otro definen a un arte clásico: la
intuición del tiempo no como instante sino como sucesión, simbolizada en
la línea que encierra, sin aprisionar, una forma (pintura rupestre,
estatuaria egipcia o huasteca, arquitectura griega o teotihuacana). No
olvido que la Coatlicue es una forma sensible que es también una idea
petrificada. Considerada como discurso de piedra, simultáneamente himno y
teología, su rigor puede parecernos admirable. Nos impresiona como haz de
significados, nos deslumbra por su riqueza de atributos e inclusive su
pesadez geométrica, no exenta de grandeza, puede aterrorizarnos u
horrorizarnos —función cardinal de la presencia sagrada—. Imagen
religiosa, Coatlicue nos anonada. Si la vemos realmente, en lugar de pensarla, nuestro juicio cambia.
No es una creación sino una construcción. Los distintos elementos y
atributos que la componen no se funden en una forma. Esa masa es una
superposición; más que un amontonamiento es una yuxtaposición. Ni semilla
ni planta: ni primitiva ni clásica. Tampoco es barroca. El barroco es el
arte que se refleja a sí mismo, la línea que se acaricia o se desgarra,
algo así como el narcisismo de las formas. Voluta, espiral, juego de
espejos, el barroco es un arte temporal: sensualidad y reflexión, arte
con que se engaña el desengañado. Abigarrada,
congestionada, la Coatlicue es obra de bárbaros semicivilizados: quiere
decirlo todo y no repara en que la mejor manera de decir ciertas cosas es
callarlas. Desdeña el valor expresivo del silencio: la sonrisa del griego
arcaico, los espacios desnudos de Teotihuacán, la línea danzante de El
Tajín. Rígida como un concepto, ignora la ambigüedad, la alusión, el
decir indirecto.
La Coatlicue es una obra de teólogos sanguinarios:
pedantería y ferocidad. En este sentido es plenamente moderna. También
ahora construimos objetos híbridos que, como la Coatlicue, son meras
yuxtaposiciones de elementos y formas. Esta tendencia, hoy triunfante en
Nueva York y que se extiende por todo el mundo, tiene un doble origen: el
collage y el objeto dadaísta.
Pero el collage pretendía ser
fusión de materias y formas dispersas: una metáfora, una imagen poética;
y el objeto dadaísta se proponía arruinar la idea de utilidad en las
cosas y la de valor en las obras artísticas. Al concebir al objeto como algo que se autodestruye, el
dadaísmo erige lo inservible como el antivalor supremo y así no sólo
arremete contra el objeto sino contra el mercado. Hoy los epígonos
deifican al objeto y su arte es la consagración del artefacto. Las
galerías y museos de Arte Moderno son las capillas del nuevo culto y su
dios se llama la cosa: algo que
se compra, se usa y se desecha. Así, por obra de las leyes del
mercado, la justicia se restablece y los productos artísticos corren la
misma suerte que los demás objetos mercantiles: gastarse sin nobleza. La
Coatlicue no se gasta. No es un objeto sino un concepto pétreo, una idea
terrible de la divinidad terrible. Advierto su barbarie, no niego su
poderío. Su riqueza me parece abigarrada pero es verdadera riqueza. Es
una diosa, una gran diosa.
¿Podemos
escapar de la barbarie? Hay dos clases de bárbaros: el que sabe que lo es
(un vándalo, un azteca) y pretende apropiarse de un estilo de vidas
culto; y el civilizado que vive un “fin de mundo” y trata de escaparse
mediante una zambullida en las aguas del salvajismo. El salvaje no sabe
que es salvaje; la barbarie es la vergüenza o la nostalgia del
salvajismo. En ambos casos, su (fondo es la inautenticidad. Un arte
realmente moderno sería aquel que, lejos de enmascarar al vacío, lo
manifieste. No el objeto-máscara sino la obra abierta, desplegada como un
abanico. ¿No fue esto lo que quiso el cubismo y, más radicalmente,
Kandisky: la revelación de la esencia? Para el primitivo la máscara tiene
por función revelar y ocultar una realidad terrible y contradictoria: la
semilla que es vida y muerte, caída y resurrección en el ahora
insondable. Hoy la máscara no esconde nada. Quizá en nuestra época el
artista no puede convocar la presencia. Le queda el otro camino, abierto
por Mallarmé: manifestar la ausencia, encarnar el vacío.
Naturaleza, abstracción, tiempo
De la imitación de la naturaleza a su destrucción: historia
del arte occidental. El más vital de los artistas modernos, Picasso, ha
sido quizá el más sabio: si no podemos escapar de la naturaleza como lo
intentaron, sin lograrlo, algunos de sus predecesores y varios de sus con
temporáneos, al menos podemos desfigurarla, destruirla. Se trata, en el
fondo, de un nuevo homenaje. Nada agrada más a
la naturaleza, dijo Sade, que los crímenes con que pretendemos
ultrajarla. En ella creación y destrucción son lo mismo. La
cólera, el placer, la enfermedad o la muerte someten la figura humana a
cambios no menos terribles (o cómicos) que las mutilaciones,
deformaciones y estilizaciones en que se complace el genio encarnizado de
Picasso.
La naturaleza no conoce la
historia pero en sus formas viven todos los estilos del pasado, el
presente y el porvenir. En unas rocas del valle de Cabul vi el
nacimiento, el apogeo y el fin del estilo gótico. En un charco verdoso
—piedrecillas, plantas acuáticas, batracios, monstruos diminutos—
reconocí al mismo tiempo el Bayon de Angkor y una época de Érnst. La
forma y disposición de los edificios de Teotihuacán son una réplica del
Valle de México pero ese paisaje es también una prefiguración de la
pintura Sung. El microscopio me descubre que en ciertas células yacía ya
la semilla de los tankas
tibetanos. El telescopio me enseña que Tamayo no sólo es un poeta sino
también un astrónomo. Las nubes blancas son las canteras de griegos y
árabes. Me detengo ante la plata
encantada, trozo de obsidiana recubierto de una substancia vitrea de
color blanco nacarado: Monet y su descendencia. Hay que confesarlo: la
naturaleza acierta más en la abstracción que en la figuración.
La
pintura abstracta moderna se ha manifestado de dos modos: búsqueda de las
esencias (Kandisky, Mondrian) o naturalismo de los llamados
expresionistas angloamericanos.
Los padres de la tendencia querían salir de la naturaleza, crear un mundo
de formas puras o reducir todas las formas a sus esencias. Los
angloamericanos no intentaron inspirarse en la naturaleza pero decidieron
obrar como ella. El gesto o acto de pintar es el doble, más o menos
ritual, del fenómeno natural. La pintura es como la acción del sol, el agua, la sal, el fuego o el tiempo
sobre las cosas. Pintura y fenómeno natural son en cierta manera un accidente: el choque imprevisto de
dos o más series de acontecimientos. Muchas veces el resultado es notable:
esos cuadros son fragmentos de materia viva, trozos de cosmos desollados
o en ebullición. Sin embargo, es un arte incompleto, como puede verse en
Pollock, el más poderoso de estos artistas. Sus grandes telas no tienen
principio ni fin y de ahí que, a pesar de sus dimensiones y de la energía
con que están pintadas, nos parezcan pedazos gigantescos y no mundos
completos. Esta pintura no calma nuestra sed de totalidad, signo del gran
arte. Son fragmentos y balbuceos: un pujante querer decir, no un decir
completo.
Idealista
o naturalista la pintura abstracta es un arte intemporal. La esencia y la
naturaleza son ajenas al transcurrir humano; los elementos naturales no tienen
fecha; tampoco la tiene la idea. Prefiero la otra corriente del arte
moderno, empeñada en asir la significación en el cambio. Figuración, desfiguración,
metamorfosis, arte temporal: en un extremo del abanico, Picasso; en el
otro Klee. En el centro, los grandes surrealistas. Nadie ha hablado de la
invisible oposición entre arte temporal e intemporal. En cambio, todavía
hasta hace poco se nos aturdía con la querella entre abstracción y
figuración. Al arte abstracto idealista debemos algunas de las creaciones
más perfectas y puras de la primera mitad del siglo. No hay que tocarlas
ni repetirlas. La tendencia naturalista nos dejó obras intensas pero
híbridas. El hibridismo es la consecuencia de la contradicción entre
fenómeno natural (objetividad pura) y gesto humano (subjetividad,
intencionalidad. O dicho de otra manera: en esta pintura hay mezcla, no
fusión, de dos “realidades distintas la materia viva del cuadro (energía
e inercia: tiempo) y el subjetivismo romántico del pintor.
Pintura heroica pero también teatral: la gesta y el gesto. Por su parte,
el arte temporal es la visión del instante que eleva en su llama la
presencia y la quema. Arte de la presencia aún si la descuartiza, como
sucede con Picasso. La presencia no es sólo lo que vemos: Breton habla
del “modelo interior” y alude así a ese fantasma que habita nuestras
noches, presencia secreta en que se manifiesta el mundo Giacometti ha dicho
que lo único que pretende es llegar a pintar o esculpir realmente un rostro. Braque no
busca la esencia del objeto: lo despliega sobre el río trasparente del
tiempo. Horas deshabitadas de Chirico. Línea, colores, flechas, círculos de
Klee: poema del movimiento y la metamorfosis. La presencia es la cifra
del mundo, la cifra del ser. También es la cicatriz, la marca de la
herida temporal: es el instante, los instantes. Es la significación que
señala y nunca toca el objeto señalado, deseado.
La
búsqueda del sentido o su destrucción (es lo mismo: no podemos escapar
del sentido) es central en ambas tendencias. El único arte insignificante
de nuestro tiempo es el realismo. Y no sólo por la mediocridad de sus
productos sino porque se empeña en reproducir una realidad natural y
social que ha perdido sentido. (El arte temporal se enfrenta a esta
pérdida de significación y de ahí que sea el arte por excelencia de la
imaginación. Desde este punto de vista el dadaísmo fue ejemplar (e
inimitable, a pesar de sus recientes y comerciales repeticiones
neoyorquinas): asumió no sólo la asignificación y el sinsentido sino que
hizo de la insignificancia su más eficaz instrumento de demolición
intelectual. El surrealismo buscó el sentido en el magnetismo pasional
del instante: amor, inspiración. Aquí la palabra clave es encuentro. ¿Qué quedó de todo
esto? Unos cuadros, unos poemas: un racimo de tiempo vivo. Es bastante.
El sentido está en, otra parte: allá, siempre más allá.
El arte
temporal oscila entre la presencia y su destrucción, entre el sentido y el
sinsentido. Pero tenemos sed de un arte
completo. No un arte total, como querían los románticos, sino un arte
de la totalidad. ¿Hay ejemplos modernos?
Metamorfosis de ayer y de hoy
Apuleyo nos cuenta la de
Lucio en asno; Kafka la de Gregorio Samsa en escarabajo. Conocemos el
pecado de Lucio: la afición por la hechicería y la concupiscencia;
ignoramos cuál fue la falta de Samsa. Tampoco sabemos quién lo castiga:
su juez no tiene nombre ni rostro. Convertido en asno, Lucio recorre la
Grecia entera y le suceden mil cosas maravillosas, terribles o cómicas.
Vive entre bandidos, asesinos, esclavos, terratenientes feroces y
campesinos igualmente crueles; su lomo transporta el altar de una diosa
oriental, servida por sacerdotes invertidos, ladrones y aficionados a la
flagelación; varias veces está a punto de perder la virilidad, lo que no
le impide tener amores con una señora rica, hermosa y ardiente; pasa
temporadas de hambre y otras de hartura... A Gregorio Samsa no le ocurre
nada: su horizonte son los cuatro muros sórdidos de una casa sórdida. A
pesar de los palos, la salud jamás abandona al asno; el escarabajo está
más allá de salud o enfermedad: su estado es la abyección. Lucio es
sentido común y truculencia mediterráneos; gastronomía y sensualidad
teñida de sadismo; elocuencia greco-latina y misticismo oriental. El Falo
y la Idea. Todo culmina en la visión gloriosa de Isis, la madre
universal, una noche frente al mar. Para Gregorio Samsa el fin es la
escoba doméstica que barre el suelo de su cuarto. Apuleyo: el mundo visto
y juzgado por un asno; Kafka: el escarabajo no juzga al mundo, lo sufre.
***
(Selección de Róger E. Antón Fabián)
rogerantonfabian@hotmail.com
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