ARTÍCULO

 

Corriente  alterna

 

Por Octavio Paz

 

 

La semilla

 

Las obras de las grandes civilizaciones históricas, sin excluir a las de la América precolombina[1], pueden despertar en nosotros admiración, entusiasmo y aún arrobo pero nunca nos impresionan como un arpón esquimal o una máscara del Pacífico. Digo impresionan, no sólo en el sentido de ser algo que nos causa una emoción sino en el de la “huella o marca que una cosa deja en la otra al apretarla”. El contacto es físico y la sensación se parece a la congoja. El espacio exterior o interior, el más allá o más acá, se manifiesta como peso y nos oprime. La obra es un bloque de tiempo compacto, tiempo que no transcurre y que, a pesar de ser intangible como el aire o el pensamiento, pesa más que una montaña. ¿Es la antigüedad, la carga de milenios acumulada en un poco de materia? No lo creo. Las artes de los llamados primitivos (hay que resignarse a usar ese término) no son las más antiguas. Aparte de que muchos de esos objetos fueron creados apenas ayer, no me atrevería a llamar primitivo al arte más antiguo de que tenemos noticia: el del período paleolítico. Los animales pintados en las cavernas de España, Francia y otros lugares se parecen, si tienen parecido con algo, a la gran pintura figurativa que decora los muros de templos y palacios de las épocas clásicas. Y no sólo por su forma sino por su función: la hipótesis que veía en esas figuras representaciones mágicas, alusiones a ritos de caza, cede hoy el sitio a la idea de que se trata de una pintura religiosa, a un tiempo naturalista y simbólica. Para un especialista como André Leroi-Gourham esas cavernas son una suerte de catedrales del hombre del paleolítico. No, el tiempo de que son cifra viviente las creaciones de los primitivos, no es la antigüedad; mejor dicho, esas obras revelan otra antigüedad, un tiempo anterior a la cronología. Anterior a la idea misma de antigüedad: el verdadero tiempo anterior, aquel que siempre está antes, cualquiera que sea el momento en que acaece. Una muñeca hopi o una pintura navajo no son más antiguas que las cuevas de Altamira o Las caux: son anteriores.

 

La obra del primitivo revela el tiempo de antes. ¿Cuál es ese tiempo? Es casi imposible describirlo con palabras y conceptos. Yo diría  es la  metáfora original. La semilla primera en la que todo lo que será más tarde la planta —raíces, tallo, hojas, frutos y la final pudrición— vive ya con una vida no por futura menos presente. El tiempo de antes es el de la inminencia de un presente desconocido. Y más exactamente: es la inminencia de lo desconocido —no como presencia sino como espectación y amenaza, como vacío. Es la irrupción del ahora en el aquí, el presente en toda su actualidad instantánea y en toda su virtualidad vertiginosa y agresiva: ¿qué esconde este minuto? El presente se revela y oculta en la obra del primitivo como en la semilla o en la máscara: es lo que es y lo que no es, la presencia que está y no está ante nosotros. Este presente nunca sucede en el tiempo histórico o lineal; tampoco en el religioso o cíclico. En el tiempo profano y en el sagrado los intermediarios —sea el dios o el concepto, la fecha mítica o la manecilla del reloj— nos preservan del zarpazo del presente. Entre nosotros y el tiempo bruto hay algo o alguien que nos defiende: el calendario abre una vía en la espesura, hace navegable la inmensidad. La obra del primitivo niega la fecha o, más bien, es anterior a toda fecha. Es el tiempo anterior al antes y al después.

 

La semilla es la metáfora original: cae en el suelo, en una hendidura del terreno, y se nutre de la substancia de la tierra. La idea de caída y la de espacio desgarrado son inseparables de nuestra imagen de la semilla. Si pensamos el tiempo animal como un (presente sin fisura —todo es un ahora inacabable— el tiempo humano se nos aparece como un presente escindido. Separación, ruptura: el ahora se abre en antes y después. La hendidura en el tiempo anuncia el comienzo del reinado del hombre. Su manifestación más perfecta es el calendario; su objeto no es tanto dividir al tiempo como trazar puentes entre el precipicio del ayer y el del mañana. El calendario nombra al tiempo y así, ya que no puede dominarlo del todo, aleja al presente. La fecha encubre el instante original, verdadero origen de los tiempos: ese momento en que el primitivo, al sentirse fuera del tiempo animal o natural, se palpa como extrañeza y caída en un ahora literalmente insondable. A medida que el hombre se interna en su historia, la hendidura se hace más grande y más honda. Calendarios, dioses y filosofías caen, uno a uno, en el gran agujero. Suspendidos sobre el hoyo, hoy la caída nos parece inminente. Nuestros instrumentos pueden medir al tiempo pero nosotros ya no podemos pensarlo: se ha vuelto demasiado grande y demasiado pequeño.

 

La obra del primitivo nos fascina porque la situación que revela es análoga, en cierto modo, a la nuestra: el tiempo sin intermediarios, el agujero temporal sin fechas. No tanto el vacío como la presencia de lo desconocido, inmediato y brutal. Durante milenios lo desconocido tuvo un nombre, muchos nombres: dioses, cifras, ideas, sistemas. Hoy ha vuelto a ser el agujero sin nombre, como antes de la historia. El principio se parece al fin. Pero el primitivo es un hombre menos indefenso, espiritualmente, que nosotros. Apenas cae en el hoyo, la semilla rellena la hendidura; y; se hincha de vida. Su caída es resurrección: la desgarradura es cicatriz y la separación, reunión. Todos los tiempos viven en la semilla. Un himno funerario pigmeo—para mi gusto de una hermosura más punzante que gran parte de nuestra poesía clásica— expresa mejor que cualquier disquisición esta visión global en la que caída y resurrección son simultáneas:

 

El animal nace, pasa, muere.

Y es e1 gran frío,

El gran frío de la noche, lo negro.

 

El pájaro pasa, vuela, muere.

Y es el gran frío,

El gran frío de la noche, lo negro.

 

El pez huye, pasa, muere.

Y es el gran frío,

El gran frío de la noche, lo negro.

 

El hombre nace, come, duerme.

Y es el gran frío,

El gran frío de la noche, lo negro.

 

El cielo se enciende, los ojos se apagan,

Brilla el lucero.

Abajo el frío, la luz arriba.

 

Pasó el hombre, el preso está libre, Se disipó la sombra ...

 

 

Primitivos y bárbaros

El poema o la escultura del primitivo es la semilla henchida, la plétora de formas: nudo de tiempos, lugar de reunión de todos los puntos del espacio. Me pregunto si la famosa escultura de Coatlicue que se encuentra en nuestro Museo Nacional, enorme piedra repleta de símbolos y atributos, no merecería el calificativo de primitiva —aunque pertenezca a una época histórica bien determinada—. No: se trata de una obra más bien bárbara, como muchas de las que nos dejaron los aztecas. Bárbara porque no tiene la unidad del objeto primitivo, que nos presenta la realidad contradictoria como una totalidad instantánea, según se ve en el poema pigmeo; bárbara asimismo porque ignora la pausa, el espacio vacío, la transición que de un estado a otro definen a un arte clásico: la intuición del tiempo no como instante sino como sucesión, simbolizada en la línea que encierra, sin aprisionar, una forma (pintura rupestre, estatuaria egipcia o huasteca, arquitectura griega o teotihuacana). No olvido que la Coatlicue es una forma sensible que es también una idea petrificada. Considerada como discurso de piedra, simultáneamente himno y teología, su rigor puede parecernos admirable. Nos impresiona como haz de significados, nos deslumbra por su riqueza de atributos e inclusive su pesadez geométrica, no exenta de grandeza, puede aterrorizarnos u horrorizarnos —función cardinal de la presencia sagrada—. Imagen religiosa, Coatlicue nos anonada. Si la vemos realmente, en lugar de pensarla, nuestro juicio cambia. No es una creación sino una construcción. Los distintos elementos y atributos que la componen no se funden en una forma. Esa masa es una superposición; más que un amontonamiento es una yuxtaposición. Ni semilla ni planta: ni primitiva ni clásica. Tampoco es barroca. El barroco es el arte que se refleja a sí mismo, la línea que se acaricia o se desgarra, algo así como el narcisismo de las formas. Voluta, espiral, juego de espejos, el barroco es un arte temporal: sensualidad y reflexión, arte con que se engaña el desengañado. Abigarrada, congestionada, la Coatlicue es obra de bárbaros semicivilizados: quiere decirlo todo y no repara en que la mejor manera de decir ciertas cosas es callarlas. Desdeña el valor expresivo del silencio: la sonrisa del griego arcaico, los espacios desnudos de Teotihuacán, la línea danzante de El Tajín. Rígida como un concepto, ignora la ambigüedad, la alusión, el decir indirecto.

La Coatlicue es una obra de teólogos sanguinarios: pedantería y ferocidad. En este sentido es plenamente moderna. También ahora construimos objetos híbridos que, como la Coatlicue, son meras yuxtaposiciones de elementos y formas. Esta tendencia, hoy triunfante en Nueva York y que se extiende por todo el mundo, tiene un doble origen: el collage y el objeto dadaísta. Pero el collage pretendía ser fusión de materias y formas dispersas: una metáfora, una imagen poética; y el objeto dadaísta se proponía arruinar la idea de utilidad en las cosas y la de valor en las obras artísticas.  Al concebir al objeto como algo que se autodestruye, el dadaísmo erige lo inservible como el antivalor supremo y así no sólo arremete contra el objeto sino contra el mercado. Hoy los epígonos deifican al objeto y su arte es la consagración del artefacto. Las galerías y museos de Arte Moderno son las capillas del nuevo culto y su dios se llama la cosa: algo que se compra, se usa y se desecha. Así, por obra de las leyes del mercado, la justicia se restablece y los productos artísticos corren la misma suerte que los demás objetos mercantiles: gastarse sin nobleza. La Coatlicue no se gasta. No es un objeto sino un concepto pétreo, una idea terrible de la divinidad terrible. Advierto su barbarie, no niego su poderío. Su riqueza me parece abigarrada pero es verdadera riqueza. Es una diosa, una gran diosa.

¿Podemos escapar de la barbarie? Hay dos clases de bárbaros: el que sabe que lo es (un vándalo, un azteca) y pretende apropiarse de un estilo de vidas culto; y el civilizado que vive un “fin de mundo” y trata de escaparse mediante una zambullida en las aguas del salvajismo. El salvaje no sabe que es salvaje; la barbarie es la vergüenza o la nostalgia del salvajismo. En ambos casos, su (fondo es la inautenticidad. Un arte realmente moderno sería aquel que, lejos de enmascarar al vacío, lo manifieste. No el objeto-máscara sino la obra abierta, desplegada como un abanico. ¿No fue esto lo que quiso el cubismo y, más radicalmente, Kandisky: la revelación de la esencia? Para el primitivo la máscara tiene por función revelar y ocultar una realidad terrible y contradictoria: la semilla que es vida y muerte, caída y resurrección en el ahora insondable. Hoy la máscara no esconde nada. Quizá en nuestra época el artista no puede convocar la presencia. Le queda el otro camino, abierto por Mallarmé: manifestar la ausencia, encarnar el vacío.

 

Naturaleza, abstracción, tiempo

De la imitación de la naturaleza a su destrucción: historia del arte occidental. El más vital de los artistas modernos, Picasso, ha sido quizá el más sabio: si no podemos escapar de la naturaleza como lo intentaron, sin lograrlo, algunos de sus predecesores y varios de sus con temporáneos, al menos podemos desfigurarla, destruirla. Se trata, en el fondo, de un nuevo homenaje. Nada agrada más a la naturaleza, dijo Sade, que los crímenes con que pretendemos ultrajarla. En ella creación y destrucción son lo mismo. La cólera, el placer, la enfermedad o la muerte someten la figura humana a cambios no menos terribles (o cómicos) que las mutilaciones, deformaciones y estilizaciones en que se complace el genio encarnizado de Picasso.

 

La naturaleza no conoce la historia pero en sus formas viven todos los estilos del pasado, el presente y el porvenir. En unas rocas del valle de Cabul vi el nacimiento, el apogeo y el fin del estilo gótico. En un charco verdoso —piedrecillas, plantas acuáticas, batracios, monstruos diminutos— reconocí al mismo tiempo el Bayon de Angkor y una época de Érnst. La forma y disposición de los edificios de Teotihuacán son una réplica del Valle de México pero ese paisaje es también una prefiguración de la pintura Sung. El microscopio me descubre que en ciertas células yacía ya la semilla de los tankas tibetanos. El telescopio me enseña que Tamayo no sólo es un poeta sino también un astrónomo. Las nubes blancas son las canteras de griegos y árabes. Me detengo ante la plata encantada, trozo de obsidiana recubierto de una substancia vitrea de color blanco nacarado: Monet y su descendencia. Hay que confesarlo: la naturaleza acierta más en la abstracción que en la figuración.

 

La pintura abstracta moderna se ha manifestado de dos modos: búsqueda de las esencias (Kandisky, Mondrian) o naturalismo de los llamados expresionistas angloamericanos[2]. Los padres de la tendencia querían salir de la naturaleza, crear un mundo de formas puras o reducir todas las formas a sus esencias. Los angloamericanos no intentaron inspirarse en la naturaleza pero decidieron obrar como ella. El gesto o acto de pintar es el doble, más o menos ritual, del fenómeno natural. La pintura es como la acción del sol, el agua, la sal, el fuego o el tiempo sobre las cosas. Pintura y fenómeno natural son en cierta manera un accidente: el choque imprevisto de dos o más series de acontecimientos. Muchas veces el resultado es notable: esos cuadros son fragmentos de materia viva, trozos de cosmos desollados o en ebullición. Sin embargo, es un arte incompleto, como puede verse en Pollock, el más poderoso de estos artistas. Sus grandes telas no tienen principio ni fin y de ahí que, a pesar de sus dimensiones y de la energía con que están pintadas, nos parezcan pedazos gigantescos y no mundos completos. Esta pintura no calma nuestra sed de totalidad, signo del gran arte. Son fragmentos y balbuceos: un pujante querer decir, no un decir completo. 

 

Idealista o naturalista la pintura abstracta es un arte intemporal. La esencia y la naturaleza son ajenas al transcurrir humano; los elementos naturales no tienen fecha; tampoco la tiene la idea. Prefiero la otra corriente del arte moderno, empeñada en asir la significación en el cambio. Figuración, desfiguración, metamorfosis, arte temporal: en un extremo del abanico, Picasso; en el otro Klee. En el centro, los grandes surrealistas. Nadie ha hablado de la invisible oposición entre arte temporal e intemporal. En cambio, todavía hasta hace poco se nos aturdía con la querella entre abstracción y figuración. Al arte abstracto idealista debemos algunas de las creaciones más perfectas y puras de la primera mitad del siglo. No hay que tocarlas ni repetirlas. La tendencia naturalista nos dejó obras intensas pero híbridas. El hibridismo es la consecuencia de la contradicción entre fenómeno natural (objetividad pura) y gesto humano (subjetividad, intencionalidad. O dicho de otra manera: en esta pintura hay mezcla, no fusión, de dos “realidades distintas la materia viva del cuadro (energía e inercia: tiempo) y el subjetivismo romántico del pintor[3]. Pintura heroica pero también teatral: la gesta y el gesto. Por su parte, el arte temporal es la visión del instante que eleva en su llama la presencia y la quema. Arte de la presencia aún si la descuartiza, como sucede con Picasso. La presencia no es sólo lo que vemos: Breton habla del “modelo interior” y alude así a ese fantasma que habita nuestras noches, presencia secreta en que se manifiesta el mundo Giacometti ha dicho que lo único que pretende es llegar a pintar o esculpir realmente un rostro. Braque no busca la esencia del objeto: lo despliega sobre el río trasparente del tiempo. Horas deshabitadas de Chirico. Línea, colores, flechas, círculos de Klee: poema del movimiento y la metamorfosis. La presencia es la cifra del mundo, la cifra del ser. También es la cicatriz, la marca de la herida temporal: es el instante, los instantes. Es la significación que señala y nunca toca el objeto señalado, deseado.

 

La búsqueda del sentido o su destrucción (es lo mismo: no podemos escapar del sentido) es central en ambas tendencias. El único arte insignificante de nuestro tiempo es el realismo. Y no sólo por la mediocridad de sus productos sino porque se empeña en reproducir una realidad natural y social que ha perdido sentido. (El arte temporal se enfrenta a esta pérdida de significación y de ahí que sea el arte por excelencia de la imaginación. Desde este punto de vista el dadaísmo fue ejemplar (e inimitable, a pesar de sus recientes y comerciales repeticiones neoyorquinas): asumió no sólo la asignificación y el sinsentido sino que hizo de la insignificancia su más eficaz instrumento de demolición intelectual. El surrealismo buscó el sentido en el magnetismo pasional del instante: amor, inspiración. Aquí la palabra clave es encuentro. ¿Qué quedó de todo esto? Unos cuadros, unos poemas: un racimo de tiempo vivo. Es bastante. El sentido está en, otra parte: allá, siempre más allá.

El arte temporal oscila entre la presencia y su destrucción, entre el sentido y el sinsentido. Pero tenemos sed de un arte completo. No un arte total, como querían los románticos, sino un arte de la totalidad. ¿Hay ejemplos modernos?

 

Metamorfosis de ayer y de hoy

Apuleyo nos cuenta la de Lucio en asno; Kafka la de Gregorio Samsa en escarabajo. Conocemos el pecado de Lucio: la afición por la hechicería y la concupiscencia; ignoramos cuál fue la falta de Samsa. Tampoco sabemos quién lo castiga: su juez no tiene nombre ni rostro. Convertido en asno, Lucio recorre la Grecia entera y le suceden mil cosas maravillosas, terribles o cómicas. Vive entre bandidos, asesinos, esclavos, terratenientes feroces y campesinos igualmente crueles; su lomo transporta el altar de una diosa oriental, servida por sacerdotes invertidos, ladrones y aficionados a la flagelación; varias veces está a punto de perder la virilidad, lo que no le impide tener amores con una señora rica, hermosa y ardiente; pasa temporadas de hambre y otras de hartura... A Gregorio Samsa no le ocurre nada: su horizonte son los cuatro muros sórdidos de una casa sórdida. A pesar de los palos, la salud jamás abandona al asno; el escarabajo está más allá de salud o enfermedad: su estado es la abyección. Lucio es sentido común y truculencia mediterráneos; gastronomía y sensualidad teñida de sadismo; elocuencia greco-latina y misticismo oriental. El Falo y la Idea. Todo culmina en la visión gloriosa de Isis, la madre universal, una noche frente al mar. Para Gregorio Samsa el fin es la escoba doméstica que barre el suelo de su cuarto. Apuleyo: el mundo visto y juzgado por un asno; Kafka: el escarabajo no juzga al mundo, lo sufre.

 

***

(Selección de Róger E. Antón Fabián)

rogerantonfabian@hotmail.com

 

 

 



[1] Aunque en ellos hay elementos “arcaicos” ausentes en el arte clásico de Egipto, Mesopotamia o China.

[2] Esta palabra no me gusta pero no encuentro otra. ¿Cómo llamarlos? Americanos de habla inglesa —angloamericanos. Tampoco me gusta el término expresionismo aplicado a la pintura abstracta: hay una contradicción entre expresar y abstraer. Una contradicción por lo demás, no superada ni en el nombre ni en las obras de estos artistas. Y para acabar: no es menos “misleading” la denominación pintura abstracta. Ya Peret señalaba que el arte es siempre concreto.

 

[3] Es conocida la deuda de estos artistas con el surrealismo y con el expresionismo mexicano, aunque de esto último los críticos y panegiristas del movimiento casi nunca hablan: ¿por qué?