Para el próximo verano


Ricardo Ayllón


Mamá ha tenido aquel sueño nuevamente, ese donde hay un mensaje para ella que llega desde lo desconocido. Se trata de un joven a quien no logra ver el rostro y le pide que vaya a la iglesia de La Esperanza, el barrio que está camino a la campiña, detrás del cementerio.

Se lo cuenta a todo el mundo. Si sus amigas llegan a casa la descubro narrándoles el sueño con aquel misterio que sabe ponerle a sus palabras. Ellas la escuchan con deleite, y dueñas de una gran temeridad, le sugieren que responda a ese llamado, que acuda a la iglesia de La Esperanza cuando la noche esté avanzada e invoque su presencia. “Quizá ese joven aparezca de verdad y te revele un secreto”, la animan.

Entonces a mamá se le iluminan los ojos y siento que dentro de ella crece el convencimiento, la certeza de que en esa iglesia va a descubrir algo interesante. “¡Puede tratarse de un tesoro” –les comenta a sus amigas–, “tal vez un difuntito quiere confiarme el lugar de su tesoro escondido!, ¿no lo creen?”

Pienso en sus palabras y me pregunto qué difuntito podría tener la gentileza de entregarle a mamá su tesoro, además ¿por qué lo haría?, ¿qué méritos posee mamá para heredar un tesoro? Solo su popularidad como viuda adinerada luego de la repentina muerte de papá. Pero también está su fama de mujer avara, ambiciosa. En época de colegio, cada vez que los profesores organizaban una actividad, no podían dejar de recordar su tacañería. Mostraban gran recelo a la hora de solicitar la colaboración de mamá por miedo a que ella expresara su desazón y rehusara cooperar con el aula.

Aunque, pensándolo bien, ese podría ser el mérito de ella, justamente su tacañería. Si aquel difuntito existiera y quisiera preservar su tesoro poniéndolo a buen recaudo, mamá podría ser un buen elemento para eso. Estoy seguro de que si ella encontrara ese tesoro, diría: “Lo guardaré para cuando tenga una urgencia”. Sí, ya escucho a mamá diciendo eso y ocultando el tesoro debajo de su cama, envolviéndolo con ropas viejas, cerciorándose de que nadie lo halle.

Hoy, tal como esperaba, mamá vuelve a tocar el asunto. Ha invitado a tomar lonche a dos de sus amigas y no para de hablar acerca de ese sueño. Aunque esta vez parece decidida. “Lo haré hoy mismo”, les anuncia mientras paladea una galleta. “Iré justo a medianoche pero no lo invocaré, sé que el joven de mis sueños me dará la señal sin necesidad de reclamar su presencia. Estoy segura de que llegaré a esa iglesia y él arribará con su mensaje”. Sus amigas no atinan a darle una respuesta, se limitan a contemplarle el destello en la mirada.

Dentro de poco serán las doce y si mamá ha decidido acudir a la iglesia de La Esperanza tendrá que salir en unos minutos. Escucho ruidos en la sala, debe ser ella preparándose para salir. Toma las llaves de la camioneta, su viejo rosario de madera, y luego de enfundarse una chompa gruesa sale lentamente, procurando no hacer ruido.

La iglesia de La Esperanza se encuentra en un paraje tenebroso; mamá parece una lechuza detenida allí, muriéndose de frío. Me cercioro de que nadie circule por la calle, y luego de materializarme y decirle que solo en un lugar santo como una iglesia era posible hablar con ella, intento ser breve, le cuento que papá y yo estamos bien, que no le guardo rencor por permitir que el veneno preparado para él también lo probara yo, que no hay ningún problema pues la estamos esperando para el próximo verano, que entonces hablaremos.

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