Tierra de nadie

 

 

La misma historia: la cultura y su drama

 

Augusto Rubio Acosta

gucholakra@hotmail.com

 

 

 

 

L

 

a otra mañana, en Lima la horrible, pude asistir a un espectáculo que si bien estaba dirigido sólo a dos personas, -mi somnolienta acompañante y este desprevenido cimarrón- dejó marcada en mi forma de sentir el trabajo cultural, la más profunda de las emociones.  Se trataba de una función de teatro, pero no de una puesta cualquiera, no una, digamos del montón. Y es que todos los días no asistimos a una función privada, ni mucho menos a una en la que esté uno mismo involucrado, algo que nos atañe, que nos golpea incluso, que nos juzga y que nos duele también en el alma, por la evidente precariedad en que se mueven, trabajan y sobreviven los artistas de nuestra patria.

En el escenario –léase en el suelo de un anónimo consultorio gineco-obstétrico- habían dos máscaras. Se había iniciado un breve ritual y ahí estábamos: la chica durmiendo y seguramente soñando con comerse un tamal limeño y calientito, y quien escribe esta pequeña “Tierra de nadie” sobre algo que me conmovió -como ya lo anoté- hasta casi las lágrimas.

 “Son las ocho de la mañana y si estuviera en Chimbote, en Casuarinas, Teresa -mi madre- ya tendría el desayuno listo y humeante en esa nuestra mesa detrás de la mampara…”-pensaba -.

Pero ahí estaba el actor llamando al público a acercarse, realizando sonidos festivos y mencionando las leguas y las mil ciudades que tuvo que aplanar a pie forzado para traernos un poco de arte. “He sufrido mil calamidades/ yo por nada me detengo…”, afirmó el monologante, asegurando que la totalidad de sus parientes estaban convencidos de su locura. Es que se trata de la misma historia, la historia de un actor callejero que como la inmensa mayoría de trabajadores culturales del Perú, sufre y de qué forma la ausencia de una política educativa y de desarrollo cultural de parte del Estado, además de la indiferencia de la gente en su avenida.

 

                            ”Pero no traigo metralleta

                            ni ningún tipo de explosivo

                            traigo un relato vivo

                            escondido en mi maleta…”

 

Y entonces, en el escenario, el monologante empezó a disparar: “Cuentan... que en tiempos del Imperio de los Incas... vivía un gran señor llamado Orcco Huaranca; un noble guerrero, famoso por sus conquistas... ”. La voz del actor, sus gestos, el desdoblamiento físico y psicológico de cada uno de sus personajes, me remitieron en el acto al mejor Stanivslavsky que haya visto en los últimos tiempos. Mientras, la historia paralela continuaba: Ella quería comerse ya el bendito tamal, sólo que no lo mencionaba. Se podían leer sus intenciones en esos ojos de huevo frito, sus ganas de ir al mercado central a la carrera y buscar el bendito alimento que la tranquilice. Sin embargo, a la hora de la hora, mientras la función proseguía, lo nuestro era silencio, el hambre quedaba a un lado y daba paso a la concentración en el Orco Huarancca del escenario, en Pitusira, en la leyenda andina que teníamos al frente, y en el incomprensible padre más en la madre enferma del personaje central, que de a ratos parecía escaparse de la historia.

 

¡Pero qué ganas de querer comer tamal, qué afán…!, -pensaba yo- ¿tanto le puede gustar a alguien comer una de esas cosas grasosas envueltas en hoja de plátano o sabe Dios en qué rayos, una masa semi anaranjada rellena de pollo, maíz molido, carne de res o de cerdo criado en quién sabe Dios qué chanchería clandestina del sur de Lima…?... Pero en fin, así son las cosas; el asunto es que estábamos ahí porque tampoco todo en la vida es comer tamal y tener ganas de jatear, estirar las piernas (que no es lo mismo que estirar la pata), dormir... Estábamos ahí y en plena función, con un actor creativo en el “escenario”, entre bisturíes, camillas, máscaras de goma, guantes de látex y otras herramientas que le permiten a las madres gestantes traer a los nuevos, endeudados y desahuciados peruanos al mundo.

 

“Traía del brazo a una niña... fruto de algún amor escondido. Orcco Huaranca llamó a su niña Pitusira. Poco a poco fueron pasando los años. Pitusira abandonó la niñez y se convirtió en una hermosa doncella…”. La voz del actor chimbotano Gustavo Cabrera, retumba en el consultorio ginecológico mientras sostiene en sus manos el par de máscaras. Hemos venido hasta aquí para ver el pre- estreno de esta nueva propuesta donde se funden leyenda y realidad, incomprensión por partida doble: una historia antigua hecha leyenda popular, un amor prohibido y la más absoluta orfandad en la mirada de sus protagonistas: los de la escena, y los de carne y hueso que se dedican a actuar.

 

“Ya no eres un chiquillo. Ya no eres tan joven y no te engañes. Ya deja de hacer teatro. Esto podría ser tu hobby, no tu modo de vida… Tú no sabes proyectarte. La vida no es un sueño. ¡Despierta!...”. Es el padre de la muchacha que protagoniza la historia, que con voz peculiar amenaza: “Tú nunca te casarás con mi hija. Nunca te casarás con mi hija, muerto de hambre. ¡Largo de mi casa!... ¿Un artista callejero? ¡Aghhh!”. Mi hija se casará con un hombre decente, no con un tipo como tú…

 

Y como así es la vida de un artista, llena de marginalidad y desavenencias, no teníamos palabras que decir, llantas que quemar (por lo menos yo), vidrios que romper ni puertas que patear (ídem). Era como si nos lo estuvieran restregando en el rostro, el “no hay futuro”, el “morirás si persistes…” se alzaban orgullosos sobre nuestra condición de trabajadores de la cultura.  El artista en el Perú sabe de qué están hechas las mentes de quienes más los quieren y los odian, sabe de antemano a lo que se expone pero no le importa. En otras palabras, sí le importa pero se arriesga, se juega la vida y la de sus hijos en cada escenario, en cada cuadro, en cada muestra colectiva, en cada libro y en cada presentación cultural, ¿sabes?... Claro que lo sabes, pequeña, si lo estás viendo, lo estás sintiendo y yo me conmuevo con ésta tu mirada… Lo difícil que significa hacer cultura duele cuando lo vemos con nuestros propios ojos y nos lo estaba gritando sin miedo Cabrera, y en pre- estreno encima, con esta su nueva obra y la sui géneris función.

 

 “Aterriza de una vez. ¿Crees estar haciendo una gran labor cultural? Ellos sólo te escuchan para distraerse. Tus cuentos les caen “simpáticos” pero nada más. Quizá uno que otro te entienda, pero el resto... no está preparado. No estamos preparados. Esto no es Europa. ¿Realmente crees que vas a cambiar su modo de pensar? Tu madre está enferma. Mírala... ¡Mírala!... ¿Se curará?... ¿Cómo?, ¿con magia?, ¿con filosofía?, ¿con literatura?, ¿con estética?...

 

Ya no hablaré más de la obra de Cabrera por respeto a su trabajo, y por el respeto que se merecen quienes han tenido la posibilidad de observarla. La obra se llegó a montar en dos escenarios de Lima y en una gira por el interior del país. ¿Y en Chimbote…?, pregunta algún desprevenido, de esos que nunca faltan… La respuesta es obvia, decepcionante quizá hasta ahora o casi siempre, y está hecha en forma de pregunta. ¿Alguien se anima a traer una obra de teatro de verdadero nivel a nuestra ciudad?, ¿alguna universidad arriesga y financia actividades lúdicas o de este tipo?... “Sí, yo si lo hago, nosotros lo hacemos. El teatro peruano cuenta con todo nuestro apoyo y nuestra institución ha nacido para eso”, dirán algunos, pero de las palabras a la realidad hay muchas, demasiadas, incontables leguas. Cuándo aprenderás ciudadano de esta tierra (si se te puede llamar chimbotano) que lo menos que puedes darle a la ciudad que tanto te ha entregado es actividad cultural, las ganas de cambiarlo todo: mente, sentido, educación, modus vivendi, personas, vida…

 

“La misma historia”, el drama de los artistas de la patria, muestra cómo la cultura que nace de nuestro pueblo, de los escombros de nuestra educación pauperizada, se mantiene viva y en buena salud. Sobrevive quizás, pero estamos seguros nunca morirá a pesar de la enorme indiferencia de las gentes, de tu indiferencia también asiduo lector, porque no basta comprar un periódico y decir yo leo, no basta decir yo le compro libros a mis hijos, ¡NO! La cultura hay que vivirla o no somos nada, hay que vivirla en la difusión de lo nuestro, en la consolidación de la ansiada identidad que ya viene, ya llega y que está ahí, inserta en el mágico mundo del actor y su escenario, en el danzante vernacular, en el músico y su flauta, y el caballete de un pintor; ahí, esperando como el narrador, que te acerques a leer su libro, como el poeta que desolado lee sus trabajos en alguna de las calles de esta mi ciudad que de a pocos se llena de música, de fe, de contundentes verdades, pero también de historias como la que tuvimos la suerte de observar en la capital hace una semanas y que ojalá podamos traerla junto al mar. Es “La misma historia”, sí, la vieja leyenda, la educación y su pobreza de siempre en Chimbote y el Perú; para eso estamos, hombre o mujer comprometido con esta causa, con esta historia, con esta cruzada y con este tamal criollo hecho de una masa de palabras, para eso estamos amigo de esta “Tierra de nadie”, para traer esta obra a la ciudad, para alterar la realidad, para cambiarla…

 

 

 

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