Año: X     N.º 5     abril del 2006

Narraciones    20

  

  
  

Gemación, Revista Poética

Teófilo Villacorta   

  

EL PEQUEÑO PARTERO


ARNULFO CALCULÓ QUE SERÍAN LAS CUATRO de la madrugada, pero la pesada oscuridad parecía haber detenido el tiempo. Hacia sólo una hora para que su padre se hecho a la mar. Sentía cierto cansancio, no de sueño, sino de aguardar a que llegara la mañana. Para tranquilizarse, buscó entre sus cajones un viejo reloj a pilas y ante la luz de un cerillo vio que ya eran las cuatro y cuarto. Esta vez su padre había decidido que se quedara a velar por su madre en avanzado estado gestación. Aquella orden que había hecho retumbar sus pequeños oídos consiguió prolongarse como un eco infinito, llevándolo a pensar que nunca más se haría a la mar, aun cuando tenia fe en la rezada anterior que ayudaría a la “Costa Dorada” a producir una faena generosa y productiva. .le faltaba poco dinero para cubrir los gastos del colegio, eso le preocupaba más; a su corta edad estaba aprendiendo a valerse por si solo, pero ni modo, la orden de su padre había sido una sentencia que tenia que cumplir sin objeciones.
De esa forma se introdujo en la oscuridad de la sala hilvanando algunas ideas que pronto se difuminaron como el humillo de su diminuto lamparín. Se había quedado impertérrito observando la desnutrida luz que emanaba del aparato, cuando un repentino airecito traspuso los agujeros de la estera y apagó la luz dejando en la penumbra un suave olor a kerosene. No le quedó otra que marchar a su habitación, tumbarse en su vieja tarima y luchar contra el sueño. Contigua a la suya, en la otra pieza de la rústica vivienda, descansaba su madre. Como si la orden de su padre fuera un antídoto contra el cansancio, no se había dejado vencer por éste, intentando permanecer lúcido ante el más leve ruido. Jugó a imaginar la “Costa Dorada” hundiéndose por el exceso de pescado, el vaivén de las chalanas con los balays rebosantes, las cámaras frigoríficas chirriando a causa del excesivo peso, los billetes nuevos manchándose con las escamas de las manos de los pescadores… la cara feliz de su madre. Pero no lo había imaginado, lo había estado soñando. Arnulfo abrió los ojos agitados y lamento haberse entregado tan fácil al placer del descanso.
En el mar, su padre atisbaba a bordo de la “Costa Dorada” la repentina aparición de un cardumen de cojinova o bonito, dejándose atrapar por la melancólica ausencia de Arnulfo.
Sintió una gran pena cuando recordó la cara que había puesto su hijo al oír su orden. Se disculpo con él pensamiento convencido de que Arnulfo constituía un amuleto de buena suerte en las faenas más difíciles, o en momentos como éste que después de recorrer mar afuera, sentía que sólo había desperdiciado combustible “¡Qué rezada ni la puta madre!”, grito enfurecido e impaciente… aunque recordó al instante cómo su hijo había asistido con la esperanza al ritual de curanderismo, cómo sus ojos habían estado atentos a los movimientos del chaman, cómo el pequeño había visto con gran devoción la rociada en forma de cruz de un liquido aromático a la bodega de la “Costa Dorada”, a los tripulantes y a el mismo. Pero él dudaba, qué garantía podría darle ese rito desesperado e insensato. Arnulfo, sin embargo, fiel a estas creencias, continuaba cavilando estático en su lecho de madera. De pronto un quejido lo sacó de sus divagaciones. Encendiendo el lamparin, fue a ver si su madre necesitaba ayuda. Ella le comunicó que era el momento, que tenía que ir por doña peta, la vieja comadrona. Pero ambos recordaron que había salido de viaje aquella misma noche, que su padre la había visto embarcarse en un auto que partía para Lima. Con una confianza increíble, ella decidió que su pequeño asumiera funciones de partero.
Resistiendo los dolores, doña Bertha le ordeno encender la cocina y poner a hervir la linaza.
El tímido Arnulfo había decidió no descuidar la mínima orden. La curiosidad por saber las propiedades de la linaza lo conminaba a preguntar, pero creyó inoportuno consultárselo a su madre en un momento como ése. Mucho tiempo después ella le explicaría que la linaza servía para acelerar las dilataciones del parto.
Mientras los gritos de su madre eran cada vez más fuertes y alarmantes, Arnulfo consiguió disponer algunos utensilios. Una fina navaja de afeitar, una aguja con hilo, un lavatorio, un jabón de olor y las ropitas que ella misma había confeccionado. Sorbiendo la linaza sin cesar, su valiente madre dejaba que la dilatación se estimulara; a pedido de ella, Arnulfo le había atado a la cabeza un grueso pañolón que absorbería el sudor que brotaba a chorros de su frente. De pronto, casi sin poder advertirlo y con extraño sonido, como cuando se quita una tapón, saltó la pequeñita cabecita entre un manantial de sangre, anunciándose con un llanto interminable. Satisfecha, doña Bertha termino de extraer al pequeño y, tomándolo entre sus brazos, le indicó a Arnulfo que atase el cordón umbical con el hilo y lo cortase con la navaja. “Alcánzame la aguja con el hilo”, le ordeno luego. Una sensación de temor y desagrado lo detuvo un instante, imaginando el dolor que causaría la aguja en su madre, pero hasta ese momento se había mostrado sereno y no podía decepcionarla. Enhebró el hilo por el pequeño ojo de la aguja y se lo alcanzo. Doña Bertha la pasó simulando coser por la comisura de la boquita del bebé, “para que no tenga la boca grande” le dijo, y Arnulfo no pudo evitar ceder su miedo a una repentina alegría por la curiosa actitud de su madre. Luego, él mismo se encargó de envolver al recién nacido en un pañal, mientras doña Bertha introducía la placenta en una bolsa de platico que luego seria sepultada lejos, por el arenal.
Él mismo tendría que encargarse también del baño del bebé. Lo despojo cuidadosamente del pañal y lo refregó con el jabón de olor y agua tibia del lavatorio. Allí descubrió que se trataba de un varón, como él, y tuvo una nueva razón para sentirse feliz. Después de enjaguarle el cuerpecito con un paño de algodón, doña Bertha lo vistió y le dio miel angelical con una hojita de cebolla china, que el pequeño succiono con desesperación. Luego de eso, Arnulfo casi sabía cuál era su tarea: preparar un caldillo con abundantes huevo para que su madre recuperase energías. Había seguido la receta que hacía unas semanas había aprendido, una receta que con los días le resultaría familiar, como el resto de los platillos que guisaría durante el tiempo que durara el descanso de su madre. Sería el mismo tiempo que tendría que esperar para volver a hacerse a la mar con su padre, así se había dicho él cuando volvió radiante para conocer al nuevo miembro de la familia, orgulloso además de saber que en casa tenían ahora un pequeño partero. “Deberías estudiar pa’ doctor”, le había dicho su padre con una sonrisa franca y espontánea


De “De color rojo”, 2003


  

  

  

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TEÓFILO VILLACORTA Nació en Aija, Ancash - 1966, y muy temprano se trasladó con su familia a la caleta de Culebras (Huarmey). Además de realizar sus estudios primarios y secundarios, de niño fue pescador junto a su padre, oficio que definió en gran parte la temática de su destacada obra pictórica.

  

GEMACIÓN. Revista de poesía. Año X. Número 5. Abril 2006. Director: Christian Ahumada Heredia. Copyright © 2006 Teófilo Villacorta. Reservados todos los derechos © 1994-2006 Movimiento Cultural El Universalismo. Chimbote, Ancash (Perú). Cualquier reproducción total o parcial debe contar con la autorización expresa del editor o del autor.